jueves, 19 de agosto de 2010

Manto de humo de la memoria

Acá está Juanca en el galponcito del fondo. Tiene un tarro repleto de bolitas que guarda de la infancia.
—Mirá éste, flaco, es un bolón lechero; nos matábamos por ganarnos uno.
Le brillan los ojos. Se trata de una bola de vidrio blanca con manchitas azules que ahora guarda en el bolsillo. Salimos por el pasto.
—Che, Juanca, vos no conociste a la dientuda, ¿no?
—Todos los de esta edad tenemos un bolón lechero y una dientuda, flaco. No.
Ahora nos sentamos en la mesa del patio. Sirve los vasos de fernet y dice que cada uno le echa la soda que quiere, que con coca cola es de putos. Yo recuerdo a la dientuda; no sé si contarle.
Era una pendeja de la facultad de hace tiempo. Una mina que andaba retrotraída en su mundo de sensaciones y nadie le daba bola. Fue en el último verano que se puso las tetas. La encontré en la estación y estaba radiante.
—Yo no entiendo esa manía de la gente —arranca— de pretender dejar una huella, algo. Viste.
—Es normal. Vos fijáte que los animales se reproducen y perpetúan la especie.
—Ahí está; sos un pelotudo —dice mientras saca el bolón lechero del bolsillo y lo pone sobre la mesa—. Los animales son otra cosa. Acá sabemos que el ser humano es distinto desde el vamos. No necesitamos hacer todo lo que hay que hacer porque siempre hay otro que lo haga por nosotros. Entonces vos sabés que si querés escuchar música, ponéle, no hace falta que te compres una guitarrita porque ya hay alguien que sabe tocarla. Ponés un cedé. Viste. Nosotros tenemos la cultura. No se supone que lo esencial de la vida tengamos que hacerlo con los genitales, flaco. Media pila, eh.
Está algo tenso; espero a que el fernet lo sosiegue un poco. —Está linda la tardecita, Juanca, ¿no cierto?
—Sí, flaco. En el barrio uno está tranquilo. Ahora que baje el sol se despiertan los rolingas de la esquina y se escuchan los tiros y las sirenas.
Prende un cigarrillo y mira la pared al fondo que se eleva dos metros por sobre el techo del galponcito. Parece que atrás hay un baldío. —Tuve que levantar la tapia con estas manos, flaco. Los rolingas, viste, se te cuelan y te chorean.
—Te cuento. No te cuento. Ma’ sí. Resulta que a veces me acuerdo de la dientuda, de ese día de la estación de tren. Había sol a la tardecita y casi nos chocamos. Venía como contenta detrás de las tetas. Yo me estaba por mudar con mi novia. No sabés.
—La teta es psicológica, flaco, —me interrumpe— yo prefiero en la cama un tigre rabioso o a un travesti con sida antes que a una mina que quiera descendencia, me copiás. Un par de tetas son causa de mucha cosa fulera también.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Nada, flaco, es que cuando te veo venir romántico se me suben las burbujitas de la soda al tímpano izquierdo.
—Pará, Jota Ce, que yo iba al hecho de que cuando uno está contento, no importa el motivo, está para reventar la calle, para la cosa feliz.
Ahora me muestra una gomera que estaba colgada en el respaldo de la silla. Vuelve a servirse fernet.
—Mirá, flaco, ésta es de cuando era pibe, de Peteribí. Hace unos meses compré goma de cirugía, viste, la de los hospitales, y la armé de nuevo. Re tira, loco.
Está pensando. Estira la goma mientras mira en el cielo la nada de la tarde. Es un tipo muy cuidadoso y pensante. Nadie lo ha visto trabajar.
—Bueno, la cosa es que la invité a una cerveza, che. Vos me vas a decir que soy un pelotudo, pero cuando nos miramos ahí en la vereda frente a frente ambos sabíamos que nos habían agarrado unas ganas bárbaras de hacernos mierda en algún telito toraba de la zona; lo único que pude decirle fue de ir a tomar una cerveza. Ni siquiera me acordaba el nombre, Juanca, mirá vos.
—Sos un pelotudo, flaco.
—Sí. Bueno, y nos mirábamos mesa de por medio y pasó la catástrofe; me acordé de Mirta, de que nos íbamos a mudar juntos, de toda esa papaleta mental que uno firma solito. Igual, a lo que iba es que qué loco que una mina como ella, timorata, dientuda, mal empilchada y medio rasposa, por el solo hecho de ponerse teta iba con aires de diosa. Y yo venía contento, de ganador, porque tenía a una mina que me aguantaba así como me ves. A veces la vida y el tren te ponen en sitios inoportunos, Juanca.
—Macri debería hacer algo con la estación de tren, flaco, y con los pelotudos de feria como vos.
—¿Y qué pensás que tendría que haber hecho?
—Nada. Hay cierta cosa oscura que rodea la muerte. Cojer no es tanto lío. Te digo más, la muerte es una cortina de humo en cuya abstracción caemos para evadirnos de cosas más difíciles.
—¿Y cuáles son, Juanca, esas cosas?
—Hay mucha cosa. El casamiento, ponéle, usar una Blackberry. No hay religión que no pretenda apoderarse de la muerte y del casamiento, pero estos filósofos de cuarta siguen pensando en la muerte mientras las minas les clavan las guampas. Vivimos engañados. Ahí viene el gato.
Ahora se queda quieto y me señala el animal. Se hace un silencio que me para los pelitos del brazo. No entiendo bien qué carajos quiere decir. Presiento que Juanca me va a rematar la charla con alguna reflexión importante.
—Es cosa de histéricos lo que hiciste con la minita, flaco. Las fieras tienen el objetivo cabal de mojar el ganso, viste, garchan y se van. A vos te gustó el jueguito de “mirame pero no me toques” igual que a esa pendeja del orto. Menos mal que te chupaste la birra.
—Qué insensible de mierda. Yo te digo que fue amor. Es como eso que te acordás siempre, qué sé yo, como cuando vas a dar el parcial, salís y te das cuenta de que en vez de poner jota pusiste equis; sabías la respuesta correcta, pero como un pelotudo pusiste equis. Pasan los años y te seguís acordando del parcial.
—Parece mentira, flaco, que para explicar algunas cosas sigamos recurriendo a la biología.
—¿Lo decís por eso de la reproducción?
—Ni más ni menos. Ese gato viene a garcharse a la gata de la vieja de al lado. Me gusta tirarle hondazos. Hace unos meses le di en el culo y dejó de venir. Parece que se olvidó.
—Es un lindo animal, Juanca.
—Muy. Pero no es tan puto como vos; sabe a qué viene. Mirá qué imponente luce sobre la pared, flaco. Cuatro metros de alto. De acá hay casi veinte metros. Los Simpson son la influencia burguesa. Todos somos burgueses en el fondo. Si vamos a reproducirnos como animales deberíamos asumir la muerte como tales.
Siempre me tira frases para hacerme pensar. No entiendo lo de los Simpson.
—Me perdí un poco, che.
—Carburá un poco, flaco, —juega con el bolón mientras me habla— lo que te pone tenso es la calentura del momento. Yo nunca pude cojer al revoleo por una cuestión de percepción, viste. Hay una darketa que por treinta mangos te da unos conchazos bárbaros.
—¿De percepción?
—Sí. Tengo un olor a pata de la gran puta. Ir al telo con una desconocida me da mucha vergüenza. La mentalidad burguesa de Homero Simpson es esa cuota de tara mental ganadora. Nos hacen creer que cualquier boludo es un ganador, un langa que da lecciones fáciles de vida. Pero vos no, flaco. ¿Cuánto hace de lo de esta minita?
—Y qué sé yo, loco.
—No te hagas el otario. Dale.
El gato anda por la cornisa con la cola vertical. Juanca agarra el bolón y lo sujeta con el cuero de la gomera y apunta mientras ejerce la tensión máxima. —Me gusta tirarle y ver cómo se caga de miedo —dice contento.
—Diez años siete meses y doce horas, más o menos —contesto.
—Sos un pelotudo.
El gato oye el chicotazo y mira hacia nosotros (no nos había visto), pero es tarde. Oímos un ruido como cuando el batazo del béisbol manda la bola al carajo y vemos que el animal estira las patas traseras y levanta una de las delanteras antes de caer del otro lado de la pared. Le dio en cabeza, parece.
—Uy la puta que lo parió creo que lo maté.
Está como triste. Levanta el vaso y observa el contenido. La tardecita se va del cielo.
—Viste lo que son las cosas del pasado, flaco: están ahí escondidas hasta que te dan el golpazo en la sesera.

1 comentario:

  1. Qué verdad más grande. Bonito. Este texto fue un golpazo en mi sesera para espantar, por un momento, el manto de humo de mi memoria. Me gustó el jueguito con el gato.

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