martes, 1 de marzo de 2011

En la sobreabundancia de lo oscuro cunde

Domingo, doce y media de la noche. Bueno, en realidad es lunes. Pasa que con Juanca nos morfamos un asadito y la sobremesa se ha hecho larga. Ahora dispone una especie de campana, cables y algunas herramientas arriba de la mesa.
—Un megáfono, flaco. El otro día hubo un incendio acá a la vuelta. Los rolingas se lo hicieron a los bomberos.
—¿Y qué vas a hacer, Juanca?
—Lo arreglo. Quince pesos. Uh, ahí viene Dieguito.
En efecto, escuchamos la cerradura electrónica de un auto y luego el timbre.
—¿Qué hace a esta hora?
—Viene de laburar, flaco. Escondé el fernet.
Diego saluda y se sienta a la mesa. Trajo algunas cervezas frías. Juanca vuelve a su megáfono.
—En este país son todos unos pelotudos, flaco —arranca Dieguito—. Vos fijáte que nadie hace un carajo. Yo vengo de la empresa.
—No sé, Diego. Juanca arregla un megáfono.
—Es mejor el primer mundo. Yo me avivé cuando estuve en Inglaterra. Los ingleses tienen ojos de perro, no tienen emociones en la cara los hijos de puta.
—¿Y las inglesas?
—Me hice amigo de una pareja de lesbianas, flaco.
—¿Y para qué querría uno hacerse amigo de unas lesbianas?
—Para hablar —interrumpe Juanca—. Este pánfilo es capaz de comprarse una muñeca inflable para contarle sus pelotudeces.
—Yo me las cojí, flaco. No son como las lesbianas de acá.
—Las lesbianas de acá deben ser lesbianas.
—En este país nadie coje, che. Es muy católico todo esto. En Perú una vuelta me pegué la gonorrea. Ya ves, lo que no mata fortalece.
—Y lo que no muere aburre —dice Juanca.
Dieguito estudió algo de filosofía. Después de unas cervezas se vuelve insoportable. Tengo miedo por Juanca, que suele ponerse nervioso.
—Mirá cómo terminaron los griegos por putos. —Ahora Juanca le mete una fichita. Está de buen humor, parece.
—Platón era un pelotudo, Juanca, dejáte de hinchar las pelotas. Tenía razón Protágoras —le dice.
—¿Y por qué tenía razón? —pregunto.
—Porque decía que uno es la medida de todas las cosas. Ves este vaso de cerveza; si yo te digo que está vacío, está vacío. —Dice Diego.
—Pero no está vacío. Tiene cerveza.
— Decíme una cosa, flaco, ¿te la vas a tomar?
—Y… no. No.
—¿Viste? Entonces este vaso, para vos, está vacío.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—No entendés. Sócrates, Platón y esa manga de chetitos lo pasaban pensando huevadas y nunca arreglaron las cosas. Se habrían pasado horas discutiendo lo del vaso de cerveza. Que las ideas, que la política, que la belleza, que la música y que cualquier pelotudez. Pero venía Protágoras a enseñar a la gente las cosas útiles, las cosas con las que los otros haraganes no se iban a molestar. Hizo mucha guita el coso este.
—¿Y Aristóteles?
—Mh, jodido, che. Por un lado parece como que tiene un poco la cosa, ¿viste? Pero no me fío de un tipo que anda con los bichos y con la política al mismo tiempo. Qué querés que te diga.
—Una golondrina no hace verano, Dieguito.
—Este coso decía que las abejas son sordas. Los griegos debían ser como los ingleses: miradas de perro y sin emociones. No como los chinos.
—¿Y cómo son los chinos?
—Saben fabricar megáfonos —dice Juanca.
—Una vez me cojí a una china. No le entendí un carajo, viste, pero me la cojí. Ahí te das cuenta de que el sexo no tiene explicación.
—Eso habrá pensado la china. No tienen ojos de perro los chinos.
—No, flaco. Las chinas maúllan cuando cojen, no sé, como si estuvieran cantando. A veces escucho la sirena de la ambulancia y me acuerdo de la china.
—¿Te la cojiste en el hospital?
—Sos tarado. El gemir, flaco: ñiñiiiiiiiiii.
—Ñiñiiiiiiiiiiii.
—Un poco más cariñoso: ñiñiiiiiiiiii.
—Es que no me cojí a una china. Lo mío fue comprar un sánguche de salame en el mercadito. Ñiñiiiiiiiii.
—Va queriendo, flaco. ¿Ves que cuando ponés onda te sale?
—Parecen retardados mentales. Alguno me alcance el soldador y el estaño.
Creo que Juanca se está enervando. Mejor que nos pongamos serios.
—Bueno, la cosa es que los griegos son la cuna de la civilización —propongo.
—Fueron como el dinosaurio de Monterroso, pero casi —dice Juanca y nos sorprende.
—¿Y cómo es eso? —pregunta Diego.
—La diferencia es que cuando despertaron ya no estaban ahí. Manga de inútiles. La civilización sigue durmiendo en la cuna, cagada y meada. ¿Qué hora es?
—Dos menos cuarto —contesto.
—No, Juanca. El mundo avanza en todos lados menos en este ispa —dice Diego—. Acá no hay futuro. En Europa todo el mundo paga sus impuestos, nadie pasa en rojo.
Juanca se levanta y empuña el megáfono. Camina hasta la pieza de adelante y desaparece unos minutos. Dieguito me dice que el Louvre es imponente y que una francesa se la chupó en un callejón. Juanca vuelve a la mesa con las manos vacías, se sienta y termina el vaso de un trago.
—Mi futuro es un enano vicioso que muere por un pucho, Dieguito, y lleva un balde con nafta en la mano. —Dice Juanca.
—¿Ves? Ahí tenés —contesta—, si vivieras en Holanda no pensarías eso.
—Seguro. Estaría ocupadísimo pensando en cómo conseguir un fernet en ese país de mierda. Apaguen las luces.
Quedamos a oscuras. Juanca prende el encendedor y nos lleva a la pieza, que está iluminada por una vela. Por la ventana se ve la calle desierta. Puso el megáfono en una mesita con un doblecasetera al lado.
—Los antiguos creían que en la voz vivía el alma de un hombre —dice Juanca mientras enciende el megáfono—, los modernos viven el alma en lo desgarrador de las alarmas.
Ahora deja la vela en el piso y cierra las cortinas. Dieguito y yo estamos sentados en la cama.
—Yo que ustedes me taparía los oídos —advierte, y pulsa el play del doblecasetera.
Hay veinte segundos ensordecedores de una sirena terrible de los ataques aéreos de las películas seguida de una ronca y exagerada voz de hombre que grita tres veces: «puto el despierto».

[Cariños a Hugo C.]