viernes, 19 de febrero de 2016

Ja ja ja

—Pija chica, infierno grande… ¡Hombres, Lourdes! ¡Hombres! ¡Así son! —dijo Dana como quien da por concluida la conversación. Isabela y Lourdes estallaron en carcajadas. 
El río planchaba manso el espejo del cielo a las siete de la tarde. Las mujeres charlaban tiradas en la blanca y elevada cubierta de proa apenas tapadas por las bikinis. Dana, de 35 años, era la más joven. El yate de 15 metros de eslora se hallaba anclado cerca de la orilla entrerriana, más precisamente las tierras de César Spinoza, quien también era dueño y timonel de la embarcación. Su esposa, Isabela, animaba la charla con las mujeres de los invitados. Habían bajado desde el lado uruguayo en una relajada travesía. Los tres hombres bebían Martini en popa; ellas, Gin tonic adelante.
Mariano se recostó en la banca lateral y se quitó las gafas de sol. Acabó su Dry Martini y buscó la atención de Esteban, que estaba parado a la entrada de la cabina bajo el alero. 
—Qué buena mano tenés para hacer esto, loco —le dijo. 
—El paisaje inspira —contestó Esteban. Ambos quedaron viendo la lejana línea amarillenta que empinaba en un verde opaco la costa uruguaya.
—Y el vermut seco —opinó César. 
—Y la aceituna —insistió Esteban. 
Mariano celebró las intervenciones con una sonrisa. Tenía 55 años, y desde hacía poco más de cuatro estaba casado con Dana, su tercera esposa. Se le notaban los kilos de más. César, sentado sobre la aleta babor frente a Mariano, levantó la copa de la mesa que los separaba, le hizo un gesto de brindis y acabó la bebida de un sorbo. —Che, en serio, la combinación justa este trago —le dijo a Esteban. 
—En un buen cóctel sentís todos los ingredientes. Este no es la gran cosa, pero eso hay que saberlo cuando te ponés a mezclar. Me lo enseñó un barman en Cartagena —dijo Esteban. 
La embarcación casi no se hamacaba en la modorra del atardecer. Los hombres siguieron charlando de viajes y de tragos unos minutos. Hasta su posición llegaban intermitentes las agudas risas de las mujeres. 
Dana se incorporó con cierta torpeza y anduvo tres pasos hasta la baranda. 
—Marea un poco esto, ¿no, chicas?
 —Te tomaste tres… qué querés —dijo Lourdes. 
—Dejala, nena. Yo a su edad también me tomaba tres. Ahora al segundo me duermo —dijo Isabela. 
—¡Ay! ¡Yo decía el barco! —protestó en broma Dana. 
Isabela y Lourdes andaban cerca de los 60, pero lucían las bikinis y las pieles bronceadas por el sol con naturalidad. Dana quedó parada junto a la baranda de cara al norte. Apenas unos pájaros, una boya en el canal hacía un punto de luz y más allá, en el fin de las aguas, la línea del horizonte borroneaba una orilla de nubes a la luz de un sol ausente. Se aferró con la mano izquierda al perfil horizontal superior, con la derecha se hurgó la entrepierna y desplazó la lycra hacia la ingle. Se inclinó sobre la baranda y flexionó las rodillas separando las piernas. Así dispuesta se puso a orinar hacia fuera. Lourdes, que la observaba, rio tapándose la boca y le señaló la escena a la otra. Isabela se mordió el labio inferior, negó con la cabeza en una sonrisa cómplice, y le hizo la mímica de acercar el pulgar separado del puño a los labios fruncidos. Entonces ambas exteriorizaron las risas. 
—Como los hombres —dijo Dana sin mirarlas. Se había mojado un poco las piernas y la malla. 
—Hablando de hombres. Vamos con los muchachos y de paso nos vestimos —propuso Isabela. 
—Lo lindo de anclar acá con este clima además de la vista es que no llegan los mosquitos. Y pensá que en la estancia los muchachos ya deben haber empezado el asado —decía César. 
—Ah y este silencio a esta hora es una delicia —dijo Mariano, justo cuando aparecieron en fila las mujeres; Dana era la última. 
—¿Cómo les fue con los tragos allá solas? ¿Se pusieron al día? —indagó Esteban.
—¡Bien! Te digo más, hay una que no pasa el control de alcoholemia, ¿sabés? Vos fijate —contestó Isabela. 
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! A ver si me hacen el cuatro, che —bromeó Mariano. 
Isabela se apoyó un tobillo en la rodilla y estiró los brazos hacia los costados, quedó unos segundos quieta en esa pose, le hizo un gesto y pasó por al lado de Esteban rumbo al camarote.
 —¡Ah! Vos querés el cuatro. Yo te voy a dar el cuatro —irrumpió Dana. Entonces se puso en cuatro patas de espaldas a los hombres sentados e improvisó una especie de baile perruno: movía rítmicamente en círculos y de arriba abajo la cadera con las manos y los pies en el suelo, y luego se dio de nalgadas con una mano, como si ella misma fuera bestia y jinete. 
Todos quedaron callados. Los hombres no podían quitar los ojos de aquella figura, una frondosa cabellera rubia sobre la retaguardia tersa y de huesos marcados que se abultaba donde los glúteos se tragaban la tanga de lycra turquesa y surgían el par de muslos fuertes, las pantorrillas y por fin los pies descalzos, todo en la tonalidad del bronce propia del verano jovial. 
Lourdes fijó la vista en la cara de su marido; era evidente que aquella mujer lo excitaba, tanto al suyo como probablemente a cualquier otro marido que ella conociera. Pasó por atrás de la joven y fue donde Isabela también a cambiarse. 
—Listo, pelado. Poné un poco de música ahora, que esto parece un velorio —dijo Dana, ya de pie y como quien se siente autoridad. 
En efecto, Spinoza era calvo y de tez lampiña. Un hombre alto de piel más bien oscura que, aunque entrado en años, conservaba los rasgos físicos de deportista. Vestía bermudas grises, chomba blanca y sobrios zapatos náuticos. 
—¿Qué música?… ¿Ahora?… Con lo lindo que se está acá lejos del barullo. 
—No sé, pelado. Poné un poco de onda, dale, no seas Drácula… Y vos, Esteban, divino, podrías prepararme otro Gin tonic, ¿no? Esteban obedeció. César no siguió con la cuestión de la música ni se movió de su lugar. El espacio no era muy amplio. Dana se alejó lo más que pudo de la mesa y se ubicó en una silla plegable. Los hombres ya se habían acomodado en las bancas a babor y estribor, y habían iniciado una conversación tranquila. Cuando llegaron las mujeres vestidas y calzadas quedaron los cinco sentados alrededor de la mesa. 
—Menos mal que volvieron, chicas. Estos ya están hablando de comida —dijo Dana en voz alta. 
—¿Qué pasa? ¿Ya tienen hambre? —preguntó Lourdes. 
—No, che. En serio. ¿Te diste cuenta de que estos la van de cultos y de empresarios pero siempre terminan hablando de comida? ¿Cómo puede ser que hablen de comida, loco? ¡De comida! ¡Hasta un cerdo disfruta lo que come! ¡Media pila, loco! ¡Son deprimentes! ¡Y después van al médico por el colesterol y toda esa cosa cagona de controlarse! 
—Y después las gordas somos nosotras —siguió Isabela. 
—No. No. No. No me entendés —insistió con la cabeza Dana, y con el vaso en la mano. 
—¡Sí, nena! Nosotras tenemos que estar divinas y ellos no, eso querés decir —dijo Lourdes. 
—Hay otra cosa. Olvidate de nosotras. Yo digo que les sale el cavernícola que tienen adentro. 
—¿No estarás exagerando un poco, querida? —le dijo serenamente Mariano. 
—Vos callate, mirá, que sos el primero que puede estar cuatro horas hablando del platito de mariscos que se comió en uno de esos restaurantes de mierda que te cagás de hambre y pagás fortunas como si, no sé, te hubieras echado cuatro polvos al hilo… ¡como si pudieras! 
Todos rieron. 
—¿Pero se entiende o no se entiende lo que quiero decir? —gritó. Bebió un sorbo e intentó acomodarse el flequillo con una mano. 
—Bueno, pero no es la gran cosa tampoco, ¿o no? —se metió Esteban. 
—Sí. ¿Sabés que sí? Es una mierda. Es un narcisismo vicioso y egocéntrico, no sé. Comete un churrasco y dejá de joder, loco. ¡O hablame de otra cosa! ¡eh! Contame algo que no pueda decir un pelotudo cualquiera… Mirá el amargo este… le pedí música y no me dio bola, y ahora está súper contento porque un día en Lisboa se comió un pulpo… déjense de joder, flaco. 
—Bueno. Está bien. Proponé vos un tema de conversación —contestó César. 
—¡Pero dejala que diga lo que quiera, che! —dijo su mujer, y le hizo una seña con la cara, como pidiéndole paciencia o comprensión. 
—Hay un punto —interrumpió Lourdes—. Uno cuando se va de viaje come distinto que cuando está en casa… como que se cuida menos, disfruta más. Por eso pasa que se recuerda la comida como algo excepcional, algo especial… ¿será eso, Dana? 
—Qué especial ni qué especial. Hay que ser pija floja —dijo Dana como enojada. Terminó la bebida y dejó el vaso en el piso. Enfocó los ojos verdes al cielo, o a ningún lado, y se masajeó las sienes con ambas manos. 
—Pero a ver, ¿y a vos de qué te gusta hablar? —le dijo su marido. —Vos deberías saberlo, gordo, no te hagas el macanudo acá.
Otra vez hubo una risa general, pero Mariano quedó serio. Por unos segundos nadie dijo nada. Dana levantó el vaso y se lo llevó a la boca, comprobó que estaba vacío y volvió a dejarlo en el piso con una mueca de fastidio. 
—¿Y? ¿Me callo yo y nadie dice nada? 
—Te estábamos escuchando, nena, y era divertido —contestó Isabela. 
—Yo lo que quería decir —empezó Esteban y le hizo un guiño a su mujer— es que una vez fuimos con mi hijo menor a un recital de Roger Waters en River. Estuvo buenísimo; al pibe le fascinó también, mirá. Había un chancho volador y el efecto de un helicóptero que hasta parecía que te movía los pelos porque te aterrizaba al lado… El sonido una barbaridad, más si tenés en cuenta lo que es la cancha de River, viste, inmensa y sin techo… se oía como con auriculares. Al final rompen un muro… Y lo mejor de todo, eh, ojo, ¿sabés qué fue lo mejor de todo, la cereza de la torta? Te digo: los espectaculares panchos que hacen ahí; nos comimos como cuatro cada uno, con Coca Cola bien fría. 
Otra vez todos, aun Dana, rieron fuerte. 
—Che, Esteban, ¿me preparás otro de estos? —dijo Dana. 
—Tranquila, amor, que el día no termina acá —le dijo su marido y le hizo señas con las manos. 
—A vos no te gusta hablar de comida pero bien que le das al trago, ¿no? —dijo Lourdes. 
—Es otra cosa. Yo no voy a contar mañana que me tomé un Gin tonic de tu marido como si hubiera escalado una montaña, como estos tipos —contestó Dana, despectiva, con la voz grave. 
—Hablando de tomar Gin tonic —cortó otra vez Esteban—, hay un hotel en Miami... 
—En Miami los hoteles son de mentira —lo interrumpió Dana—. No sabés. Una vez fuimos con este y estábamos garchando fuerte… Me entendés. Un poco de quilombo hacíamos, eh, no te lo voy a negar. Pero yo en una me di la cabeza contra la pared sobre el respaldo de la cama… ¿podés creer que se hizo un agujero? ¿O no, gordo? ¿O no? 
En las últimas preguntas alzó la voz y señaló con la cara hacia donde estaba el marido. Nadie decía nada. Esteban hizo un gesto de seguir su anécdota, pero no pudo. 
—No era yo. No era conmigo —dijo Mariano. 
—Sí, querido… ¿No te acordás?… Ese hotel… cómo se llamaba… —Nunca fuimos juntos a Miami, Dana. Igual no importa —cortó él. 
—¡Claro! ¡Lo que yo digo nunca importa! ¿No? ¡Lo que yo digo nunca te interesa! —gritaba. 
—Bueno. Bueno, igual Esteban iba a decir algo de un viaje… —intentó descomprimir Isabela. 
—¡No! ¡Yo digo que fue con vos, gordo!… ¡Me trata de pelotuda!… ¡De borracha me trata este! 
—Ay pero decile que sí, Mariano. Qué poco tacto, che. Me extraña de vos —intervino Lourdes con cierta ironía, o acaso molesta. 
—Bueno, sí. Fuimos a Miami y se rompió la pared —dijo Mariano. —Claro. Como a los locos. Como a los locos me trata. Ahí está. Ahí lo tenés. 
—Ah, pero al final nada te viene bien a vos —dijo Esteban y, excepto la pareja, todos rieron. 
—¡Yo quiero que no me trate de loca delante de los amigos! ¡Eso quiero! 
—Bueno, Dana. No es para tanto, che. Dale —le dijo Isabela. 
—Pero oíme… a vos tu marido no te trata así, ¿no? Porque vos sos una señora, vos sos la madre de sus hijos… y en cambio yo… yo soy la boludita alegre acá, ¿no? El payasito soy, ¿no? 
—No es así, Dana. No es así. Vos sos mi mujer. Nadie te trató mal —interrumpió Mariano, siempre con serenidad. 
—¿Sabés qué? Tenés razón. No eras vos. Era un cubano. Un negro con un pedazo así. Así de grande la tenía el negro —le hizo la seña de medida con las manos. 
Los demás rieron fuerte esta vez, también su marido, acaso sin notar cierta expresión de ira o de tristeza en la cara de la joven. 
—Che, Dana. Todo bien, eh, pero contanos qué pasó al final con la pared —dijo Esteban entre risas. 
—¿Qué pared? —contestó ella. 
Otra vez volvieron a estallar en carcajadas. 
—¡La pared del hotel, nena! —dijo César. 
—¡Ay! ¡Qué poca imaginación, che!… que se rompió porque era de yeso o algo así. Qué va a pasar, ¿no, Dana? —Isabela se hizo cargo de la respuesta. 
—No era un cubano. Era un portorriqueño —dijo Dana. 
—¿Y cuándo fue? —la interrogó César con cierta sorna, y su mujer lo reprimió con un codazo débil seguido de una mirada hostil.
—Fue un día. No sé. Hace mucho. El día que me di cuenta de que este gordo seco y cansado nunca en la vida me iba a dar un hijo… y que no tuvo ni tiene huevos para decírmelo, para decirme que no, que no voy a ir con nadie a ningún recital. Me voy a vestir. 
Cuando terminó de hablar ya estaba de pie. Un enorme carguero pitó no tan lejos, en el canal al sur, casi en medio del río. Alguien sugirió volver. Vieron que en la costa ya habían encendido las luces. 
Tras dos minutos de lenta marcha el yate llegó al muelle, donde un hombre esperaba. Lourdes, Esteban e Isabela fueron los primeros en pisar las tablas. Mariano se apuró a descender la escala y una vez en el muelle extendió los brazos para atajar a su mujer. César dirigía desde la cubierta al hombre que manipulaba las amarras. Dana llevaba un vestido corto y escotado y blanco con grandes flores dibujadas a trazos en colores primarios y zapatillas de lona blancas. Cuando ella pisó firme Mariano le cedió el paso, se le puso a la par y la tomó de la cintura antes de emprender la caminata. Desde allí se veía el sendero iluminado en tierra. Una brisa débil traía el olor a césped recién mojado. Volvió a pitar fuerte el carguero en el canal, entonces Dana giró en dirección al río y con este movimiento se apartó de su marido. Él quedó sosteniendo el vacío con la misma mano y la observó alejarse medio paso hasta donde sus dedos no podían tocarla; ella levantó la vista hacia donde las luces altas de aquel barco del canal se hundían en la oscuridad repentina del cielo.

martes, 7 de julio de 2015

Breve historia del tiempo

Parece que Juanca se volvió rarito: está en el patio rascando una guitarra tipo criolla, en medias y sin fernet en la mesa.
—Los rolingas, flaco. Reventaron un chalet que estaba vacío por las vacaciones, viste. Me dijeron que si conseguía a algún gil para venderle la cosa esta. Para vos, quinientos pesos.
—Quinientos pesos.
—Bueno. Si le saco mi comisión, son cuatro gambas. Y media, dale.
—Hace años que dejé de tocar, Juanca.
—Empezá de nuevo. Me dijeron que venía en un estuche pulenta, pero lo llenan de hielo para la birra, viste. Si querés, te la envuelvo con una frazada. Por ser vos, eh.
Ahora se pone a intentar la melodía del feliz cumpleaños. Por lo menos está tranquilo.
—Traete el fernet, los vasos, la soda... activá, flaco. Hendrix y yo no podemos estar en todo, eh.
Desde adentro escucho los dedazos de Juanca. Parece que esa guitarra mugrienta está afinada.
—Qué loco lo del infinito —dice.
Ya empezamos.
—Ay sí. Las estrellitas y el espacio por donde boludean astronautas comiendo pastillitas. Jodeme que sos poeta, Juanca.
—Pero no, bola. Pensá que la cantidad de melodías que se puede hacer con una guitarra es infinita. No hace falta ser matemático y toda esa cosa, che.
Ya veo que empezó a divagar, pienso en qué sería de este tipo si hubiera trabajado alguna vez. Hay que joderse. Sirvo los vasos. Sigue pifiando el feliz cumpleaños.
—Porque vos fijate que asumimos que es posible producir infinitas melodías con una guitarra, pero no con la cabeza, viste, porque nosotros no somos infinitos. Ponele que no tenemos capacidad de asumir cabalmente el infinito. Somos un chiste de gallegos.
—Claro. Einstein se la pasó inventando chistes de gallegos, ¿no? —me río.
—De judíos, flaco —me pone cara de asesino.
—Es que te complicás. Porque somos inteligentes sabemos que además de nosotros existen cosas y posibilidades en el universo. Que vos no puedas interpretar una variable, ponele el infinito, no significa que no sea una realidad y que nuestro potencial creativo no pueda desarrollarse con el paso del tiempo. Cada humano es único e irrepetible —digo, y me río por las dudas.
—No nos define la inteligencia, flaco. Capaz que el arte sí. Somos animales de afecto. La inteligencia es otra cosa.
Me pongo a imaginarle los piojos mientras tomo el fernet.
—Tocá Seminare, juanca. Dale.
—No creo que el espacio y el tiempo sean más que necesidades biológicas como las ideas y el lenguaje, viste, porque si te ponés a pensar, podemos estar hablando de distancias y de siglos como si supiéramos realmente que estamos hablando de otra cosa que no sea números.
—¿Ideas y lenguaje necesidades biológicas? ¿Números?
Se ha vuelto loco; lo perdimos.
—Ya sería una pelotudez no asumir que las ideas y el lenguaje nos valen lo mismo o acaso más que ponele el aparato digestivo, no jodamos, porque qué carajos es la biología además de una palabra e ideas, ¿eh? ¿La pija? Y atendé, goma. Números, sí. Vos podés experimentar, no sé, cien metros, cuatro tomates y, si estudiás, las fórmulas esas que usan los científicos para descubrir que una piedra cae. Pero no tenés manera objetiva, fija, de experimentar diez mil kilómetros o cuatro siglos. En tren de cuantificar, uno puede cuantificar cualquier cosa aunque no sea accesible para cualquier hijo de vecino, ni para uno mismo ni para nadie.
—¿Y de dónde salen el espacio y el tiempo?
—Del cuerpo y de los sentimientos, flaco. De la sexualidad y del amor, ponele. Espacio y tiempo tienden a ser uno porque son propios del bicho humano. Tienden a confundirse como el amor y el sexo, viste. Como sea, amar a otro significa estar ahí con él, de modo que espacio y tiempo se complementan en algo biológico.
—Hablando de biología. Ojalá te pegue el sida un dragón de Komodo, Juanca. Ponele.
—Digo que lo que nos hace diferentes a una foca o a un perro no es la inteligencia, sino la sexualidad y los sentimientos. De ahí es que somos, de ahí lo que llamamos inteligencia. Te dicen una trayectoria, no sé, 2.000 kilómetros. 2.000 kilómetros los hacés en avión en un rato... cruzás a Chile, ¿y? ¿Qué representa esa distancia mientras sentadito hiciste un crucigrama? Lo que quieras, horas de auto, un mes a caballo, un año caminando, nada, una mera cuestión de voluntad o, si querés, de experiencia circunstancial y privada.
—¿Las focas y los perros no garchan?
—No te hagás el vivo, flaco. Una cosa es ponerla como las focas y otra como nosotros, que nos calentamos con la foto de una teta y firmamos un papel que dice que no podemos garcharnos a otra mina legalmente, casamiento lo llaman, mientras esos bichos andan en cuero y vos los ves y no sabés cuál es la hembra y cuál el macho. Media pila.
—Pero no, Juanca. Si vos decís 2.000 kilómetros, es lejos. Yo no voy a recorrer esa distancia para comprar una birra, ponele. Tampoco la zanguangada de banalizar cualquier cosa, eh.
Ahora toma un trago largo y hace sonar un La menor con tres dedos roñosos. Buenos armónicos tiene esa guitarra, a pesar de Juanca.
—Para mí la cosa va así —insiste—. El espacio está dado por la sexualidad, y el tiempo por los sentimientos onda amor y desamor. El humano es materialista por naturaleza, entendés, porque mostrame cualquier bicho cuya piel no le sirva para protegerse del frío y yo te digo que ese bicho está hecho para tener algo encima y después hacer fuego, acá o en Saturno, eh.
—¿Y qué tiene que ver el materialismo ahora? ¿Eh? ¿Sos comunista, cara de verga?
Es que me pone nervioso este tipo. Se pone a rascar la guitarrita, que tiene lindo sonido... o será el efecto secundario de la monserga, o del fernet, quién sabe.
—Vos fijate, flaco, que en esta bolsa de locos que es la sociedad el cristiano vive en un estado de autismo, no sé, de anonadamiento ponele, siempre a tiro de la necesidad digamos romántica. La tecnología es la principal emergencia, fluye y genera necesidad a modo de un deseo enfermizo que tiende a distorsionar el espacio y el tiempo. Con la computadora la gente se enchufaba a la pared como los enfermos terminales, después los fichines estos, los cómo se llaman.
—Notebooks, Juanca. Notebooks y netbooks.
—Eso, flaco. Y ahora esos telefonitos que se tiran pedos de colores, que tienen un nombre también.
—Smartphones.
—Esmarfons. Es como si se pretendiera liberar el cuerpo de la pared, de modo que estás enchufado por guaifái a una especie de pared móvil en miniatura con el pretexto de, cagate de risa, ganar tiempo. Es amoroso todo esto, flaco, onda el capitalismo nos vende amor y una especie de fetiche sexual, como en un combo espacio-temporal, para que estemos todos juntos, ¿qué tul?
Me pregunto si los piojos le atravesaron ya el cráneo. No hay caso con este chabón.
—¡Capitalismo! ¿Capitalismo, hijo de puta? Largá el fernet, Juanca. Posta.
—Vos fijate que cuando el cuerpo envejece uno va perdiendo la sexualidad y se aferra a la memoria, a los afectos o, digamos, al tiempo. Y estos afectos se dan hacia cualquier cosa, también en cosas como la guita o el poder, ¿y en qué clase de inteligencia encuentran la amarretería y el vicio del poder sus fundamentos? ¿Pensás que pretender ser millonario es asunto de la inteligencia? No creo.
—¿O sea que para vos cuando se nos va el espacio nos dedicamos más al tiempo?
Ya no sé si en mi vaso hay fernet o un Juanca líquido que me marea.
—Eso es obvio. Preguntales a los presos si no. Yo digo que pretender que con la inteligencia hacemos mundo es un absurdo porque en lo que hace a la vida la inteligencia es un accesorio, que todo es consecuencia de cierto producto químico-hormonal llamado voluntad que a su vez suele no ser capaz de ubicarnos en espacio ni en tiempo porque, como te dije, el humano no tiene piel para aguantarse el clima y de yapa se pone triste cuando se le muere un perrito.
—Vos deberías ser trovador, Juanca.
—Vos porque no tenés corazón, flaco. Pensá que con esta guitarra podés levantarte a una minita vos, con esa facha de perro recién cagado a manguerazos que tenés, porque la música representa lo atractivo e incomprensible de la sensibilidad humana como esos atardeceres borrascosos que ven los poetas cuando abren el saché de leche vencida, y después, después, mientras te tire pero bien la goma, la podés filmar con el esmarfon y ponerla en una de esas páginas jeropas del internet para que vean los trogloditas de mierda de tus amigos la minita que te morfaste. ¿Y? ¿Qué te parece, cholito?
Hace fondo blanco y rasca un Sol mayor pifiado, que le sale de puro pedo.
—¿Y vos qué carajos sabés de smartphones, Juanca?
—No creés en mí.
Me hace señas con la cabeza como contento para que termine la frase el hijo de puta.
—¿No creo en dios?
—Eso mismísimo. Ves. Cuesta, pero te voy a sacar bueno a vos, cascotazo.
Se toma el tiempo de servirse un vaso. Regula los cortos chorros de soda para que la espuma no se le vuelque.
—Que qué sé yo de esmarfones. ¡Ah! —dice.
Ahora saca un aparato del bolsillo y me lo alcanza. Veo que se trata de un iphone 4.
—¿Qué hacés vos con esto, Juanca?
—Te dije, flaco. Los rolingas. Vino con la guitarra. Como que no está el cargador, me entendiste. Para vos en quinientos pesos. Tengo por ahí el chirimbolito ese para ponerte en las orejas. La viola y el esmarfonito en mil pesitos nada más, una luquita. Para vos, ¿eh? Dale. No seas tacaño.
Dejo el iphone sobre la mesa. Le pido que me alcance la guitarra y me pongo a mirar la etiqueta interna. Ahora entiendo lo del sonido, tan en pedo no estoy: está firmada por el lutier Osvaldo Bragán y fechada en 2002; entiendo que no vale menos de tres mil dólares. No sé si decírselo. Da lo mismo.


miércoles, 17 de septiembre de 2014

La piba de los gatitos



Justo antes de llegar a lo de Juanca pisé mierda de perro. Aunque fregué las zapatillas en la calle todavía huelo mal y estoy incómodo.
—Qué hacés, flaco —me saluda. Tiene un martillo en la mano.
—Me rompe las bolas la gente que hace cagar al perro en la calle. Pero bien, eh.
—Siempre con problemas vos. Hay olor a mierda.
—Boludo, pisé un sorete de perro.
—Con esa cara de yo no fui parecés los basureros y los bomberos que vienen a manguear cerca de fin de año, flaco. Pasá, dale.
Veo que tiene unas maderas y herramientas sobre la mesa. Miro bien y resulta que es una silla desarmada.
—¿Te dedicás a la carpintería?
—Más respeto. Es la silla de la bisabuela.
Mejor no le digo que es una porquería.
—Me da bronca que la gente ande llenando de mierda la calle con sus perros, che. Qué hijos de puta.
—Igual fijate que vos podés ser un pelotudo por andar pisando. Capaz que si era una billetera con guita no la veías. Pasame la cola.
Arma lo que parece ser media silla y con una prensa la dispone para que trabaje el pegamento.
—Lo que cagamos va al Río de la Plata —me dice—. Yo que vos lo pensaría, no sea cosa de que tengas la culpa de que el río esté podrido y tengas que cagar en una palangana. Traé el fernet, la soda, los vasos y el hielo.
Preparo los tragos (hay olor a mierda).
—Igual está mal que pongan a cagar los perros en la calle —insisto.
—Si te ponés a pensar en todo lo que está mal, te volvés loco. El mundo está mal, por eso hay locura, viste. No se puede pensar en muchas cosas, sobre todo si tenés razón.
—Yo digo que la gente que tiene perros se tiene que dar cuenta de que es un asco que las veredas estén llenas de mierda, Juanca. No es tan rebuscado.
—Flaco, el mundo está torcido para que no se pueda pensar en todo lo que se hace mal. Tené ahí. —Me da un cuadrado de madera y cuando lo sostengo le mete un tornillo en un vértice. Ya me veo venir una de sus peroratas, y todo por un anónimo con un perro.
—Hace muchos años pasó lo de una piba que encontró unos gatitos en la calle, flaco. Fue un caso muy conocido en el barrio.
—¿Y eso a qué viene?
—Resulta que a alguien le dio por tirar en una bolsa, vivos, unos gatitos de días, entendés. Clarita, de doce años, se encontró el paquete en la calle: una bolsa cerrada con gatitos. Alguno estaba vivo y lo llevó a su casa.
—Ahá.
—Lo tenía en la pieza sin que los padres se enteraran, viste, pero igual el gatito cagó fuego, una tragedia.
—Me imagino. Los pibes se encariñan con los gatitos.
—Eso mismo. Pensá que en esa época no había Féisbuc ni Tuíter para andar lloriqueando, planear cadenas de oración o invasiones incendiarias entre muchos, viste. Un gato era un gato.
—Digamos.
—La cosa es que esta piba quedó traumatizada. Por mucho tiempo oyó llorar gatitos en sueños. Salía a cualquier hora de la noche para fijarse si alguien había abandonado gatitos por ahí. Capaz que volvía después del amanecer. Los padres se preocuparon, viste.
—Che, ¿ya puedo soltar esto? —lo interrumpo.
—Sí, gomazo. Quedó a escuadra, mirá. —Da un trago como contento.
—Decías de la piba...
—Vos pensá que la piba, todavía compungida por lo de los gatitos, empezó a desconfiar de la gente, de la sensibilidad de la gente o algo así. La mandaron a hacer terapia. Viste que los psicólogos están para arreglar lo que no tiene arreglo y nunca terminan... Parece que le hicieron la cabeza con toda esa cosa de que la realidad es una invención propia, ponele, que ella se veía afectada por algo que no estaba en los gatitos sino en sí misma, y que eso era lo que la angustiaba, que había que buscar eso en su interior... muy loco todo, ¿no?
—Y... algo de cierto debe haber ahí, Juanca.
—Pero ponele que no es descabellado angustiarse por una situación similar. Onda que uno ve sufrimiento, va y ayuda como puede. No hay que ser muy lúcido para verlo así, flaco.
—Claro, pero tampoco te vas a angustiar de tal manera que te afecte demasiado y oigas fantasmitas a la noche, eh.
—No sé. El que anduvo llorando por haber pisado mierda sos vos.
—Ah, no. No jodas. Yo no tiro mierda en la calle. Que vayan y caguen en las veredas sería lo mismo. Son unos hijos de puta que les importa un carajo la sociedad.
Ahora se queda callado. Agarra una de las patas de la silla y se pone a limarla con una escofina.
—Una cosa de locos la coherencia, flaco. Cuando uno descubre que tiene razón en algo y que el resto hace lo contrario o vive como al margen de esa razón, puede quedarse en el molde o intentar que los demás le den bola. Fijate el coso que se encaprichó con que la Tierra gira alrededor del Sol. Vos pensá que, de última, a quién carajo le importaba cómo se movía la tierra en esa época cuando ni había satélites para largar internet. Pero el coso pretendía enseñar a la sociedad. Lo mismo pasa ahora con otra gente, no sé, los veganos, ponele.
—¿Veganos? ¿Esos afeminados que comen pasto? No jodas.
Me mira con cara de asesino y agarra el martillo, mete un palo en el agujero de una de las patas y golpea. Veo la cara de asesino, el martillo en la mano.
—Poné fernet ahí, dale —me da el vaso.
—Pero es muy fácil pensar que los perros no tienen que cagar en la calle, Juanca. No vengas con la teoría heliocéntrica y los maricas esos.
—Yo me refiero a cuando uno tiene razón. Lo que dicen los veganos es indiscutible igualito que lo que decís vos con esa cara de boludo y oliendo a mierda.
Le alcanzo el vaso. Mete la otra punta del palo en el agujero de la otra pata.
—Andá a la calle y degollá al primer perro que veas. Enseguida te muelen a palazos y te comés un juicio por psicopático, flaco.
—¿Y eso qué carajos tiene que ver?
—Los veganos dicen que está mal matar animales, y peor tenerlos en las condiciones en que los tienen hasta degollarlos por la sencilla razón de que a uno no le gustaría que le hagan lo mismo. Ese argumento no admite discusión, y yo quiero que alguien vaya a un matadero de vacas o a un tambo a ver qué dice. Entonces los veganos no solo saben que tienen razón sino que además suponen que quienes comen carne son, somos, unos psicópatas porque no nos importa, o unos ignorantes que pensamos que los chanchos y los pollos mueren contentos de viejos y que después los comemos. Algo así debe haber pensado de la gente la piba esta después de ver que alguien había descartado gatitos vivos en una bolsa de basura y que la afectada era ella. Y algo parecido pensás vos del dueño del perro.
—Ay sí, no jodas. Los animales también matan para comer y hacen sufrir a otros.
—Ah pero qué bien. A veces creo que vos deberías trabajar en la NASA o en Gugl. O sea que sos un animal, y entonces la próxima vez que comas un churrasco tenés que matar tu vaca como lo haría cualquier animal, ¿no?
—Me refiero a que matar es una cuestión natural.
—Mirá, yo no voy a discutir pelotudeces, y menos que menos cuando la gente se horroriza de que un coreano se coma un perro o llama a los bomberos para que bajen un gatito pelotudo del tejado. Quedate con que los veganos tienen razón; no hablan de matar sino del proceso completo. Nosotros hablamos de tener razón. La convivencia parece basarse en la indiferencia, y la indiferencia está lejos de la razón; y cuanto más ves, el riesgo que corrés de enfermarte de la cabeza es mayor, a no ser que cultives la indiferencia. Entonces el tipo que deja cagar al perro en la calle es indiferente a que un boludo pise mierda, vos sos indiferente a los veganos y al holocausto de chanchos en cautiverio, y así. Y todo esto gracias a la tecnología.
—¡La tecnología...! ¿Qué tiene que ver la tecnología ahora, Juanca?
—La tecnología no admite obstáculos, es impertérrita y amoral; nadie la discute. A una máquina le da lo mismo si le metés un fierro, un árbol, una vaca o un cristiano. Nos vale el producto terminado. La máquina, un conjunto complejo y autónomo, procesa y chau. Una fábrica, un colegio, un hospital, un matadero, un campo de concentración... son sistemas cuyo funcionamiento obedece a una organización técnica, esa que nos representa como especie y que es la misma con la que concebimos un lavarropas o el sistema solar, ponele.
Ahora pone en el piso el esqueleto de la silla más o menos armado. Agarra con otra prensa el otro lateral. Me parece que le quedó como el culo.
—Pensá que en una época las sillas las hacía la gente, flaco. Con las manos, che. Qué rápido va todo.
—Eso porque no había televisión —me río.
—La televisión, ah sí. Hacen hablar a los gatos, los ratones, las vacas y demás alimañas para idiotizar a los niños —agarra unas tablas que parecen ser la base de la silla que tiene ahí medio chueca.
—A todo esto, ¿qué pasó con la pibita esa?
—Complicado, flaco —apoya las tablas sobre el cuadrado que vendría a ser el asiento—. Yo no sé si es sano para una cultura servirse de matanzas de animales y hacerse amiga de otros animales al mismo tiempo. Pasame esos clavitos de ahí.
Le alcanzo un frasco lleno de clavos. Elige algunos y los deja en el piso. Agarra el martillo.
—Ah, ya sé. Se hizo vegana, ¿no? —le digo.
—Hace unos años ya que está presa.
Acabo de escupir el fernet. Nunca algo normal puede contar. Sostiene un clavo entre los labios mientras martilla como si yo no existiera, como si la conversación hubiese terminado.
—Está presa. Ahá. Mirá vos. Ojalá te vomite una embarazada, Juanca.
—Se dice que mi bisabuela vino en barco desde España sentada en esta silla. Andá a saber cuántas iguales se habrá producido en serie en esa época. Pero esta es la del culo de mi bisabuela.
Ahora se sienta a la mesa y se pone a contemplar el vaso.
—Qué loco lo de la piba, ¿no? —le digo.
—Prostitución. Le dio por regentear un cabarulo; traían pendejas engañadas de Paraguay. La trata. Viste —dice.
—Jodeme.
—Los chicos crecen, flaco. Viste cómo es. La humanidad te regala lenguaje y culpa, todo lo demás te lo vende.


viernes, 23 de mayo de 2014

Vigilar y castigar




Resulta que llego a lo de Juanca, lo de siempre: que cara de verga esto, que puto lo otro, que tu vieja en camisa de once varas... me siento a la mesa dispuesto a tomar un fernecito y, oh sorpresa, acaso de algún rincón inexplorado de la casa aparece un pibe de unos cuatro años.
—Che, boludo —le hago señas a Juanca con la cara.
El pibe se quedó parado al lado del televisor.
—Y ahora qué pasó, flaco. No empecés a joder.
Vuelvo a señalarle el pibe con la cara. Supongo que se lo habrá olvidado alguien o que este boludo dejó la puerta abierta y se le metió.
—Lo trajo la vieja de la esquina, flaco. La hija se lo dejó. Y ella tenía ganas de ir al bingo, viste. Me dijo que me hacía un arroz con pollo. No sabés qué bien le sale.
—¿Arroz con pollo?
—Un arroz con pollo, flaco. No hinchés las pelotas.
Todavía me acuerdo del perro de la de enfrente. El pibe se sienta en el piso y se pone a dibujar en una hoja A4.
—Claudito, este cabeza de cartucho es el flaco. Flaco, Claudito —nos presenta. Claudito me mira con un lápiz amarillo en la mano y me saca la lengua.
—Che, ¿voy a buscar el fernet? —le digo.
—Media pila, flaco, que está el pibe —contesta con expresión solemne, como de asesino.
—Eh... Bueno. Linda tardecita, ¿no cierto? —le digo, medio incómodo.
—Claudito, hacé el favor: traete la botella que está debajo de la mesada y la soda que está en la heladera —le dice.
Claudito obedece; lo vemos desaparecer tras la puerta.
—A los pibes los incentiva sentirse útiles, flaco. Vos no sabés nada de psicología, ni de ser útil.
—Ojalá te pise el metrobús.
Aparece Claudito con la botella de fernet tomada del pico y sostenida con el hombro y la mejilla, como si hablara por teléfono; el sifón, que es de plástico, lo trae en la otra mano arrastrándolo por el suelo. Juanca le recibe cariñoso la carga.
—Somos ricoteros o somos putos —le pregunta.
—Ricoteros. Ricoteros. Ricoteros —grita el pibe con los puños altos.
Juanca agarra tres vasos y en uno sirve soda para Claudito.
—¿Tenés coca cola? —le dice el pibe con el vaso en la mano.
—¿Somos ricoteros o somos putos?
—Ricoteros.
—Entonces tomá la soda.
El pibe toma un trago y deja el vaso en el suelo. Sigue dibujando. A todo esto, yo serví dos fernet.
—No sabés, flaco. Al Cheme lo cagaron a trompadas.
—Y ahora qué pasó.
—Nada, que le fueron a la puerta de la casa en una camioneta. Se bajaron cinco monos y lo molieron a palos. Lo de siempre, viste.
—Qué cagones, che. Me da bronca cuando agarran entre muchos a uno. Que vayan solos si se la aguantan.
—Es una forma de ver las cosas, flaco. Otra es pensar por qué van en banda. No podés decir que esos rolingas son cagones. Yo te diría que de a uno ya son gente de cuidado.
—Ah, pero si son guapos que vayan solitos, che. No jodas.
—Lo tenés al Lágrima, ¿no?
—El gordo gigante de la barra de Banfield.
—El mismo, flaco.
—¿Y qué tiene que ver el Lágrima?
—Manejaba la camioneta.
—Y con más razón, che. Es lo que te digo.
—A razón lo llevaron preso. Acá lo que cuenta es la organización. Pensá que no tiene sentido que un quía vaya y le dé una paliza a otro por lo que sea, siendo que lo que se pretende es que el otro escarmiente, que sienta el rigor de las fuerzas de la naturaleza por haberse mandado un moco o por lo que fuera, y no que piense después en vengarse de un chabón que le dio un par de guantazos mano a mano. El Lágrima demuestra que tiene facultad de logística, que cuenta con infraestructura, que no se trata de una riña entre huevones, sino de un asunto delicado. Esa operación —golpea cuatro veces la yema del índice contra la mesa—, esa o-pe-ra-ción quiere decir además que ni se te ocurra reaccionar porque nosotros, es decir, esta empresa, somos mucho más que un boludito enojado. Enojado no se pelea. Porque lo que es cagarse a piñas... a piñas se caga cualquiera, flaco. El humano es de por sí un mal bicho que no cree en individuos como él, sino en las instituciones a su medida.
Ahora se agacha en el piso junto a Claudito.
—Qué es eso.
—Un monstruo del pantano —dice el pibe.
—Qué bien. Qué lindo, eh.
—No. No es lindo. Los monstruos son feos —contesta el pibe.
Juanca le rasca la cabeza y no dice nada. Vuelve a la silla.
—Lo que pasa que el Cheme salió por la tele, flaco. Y ahí la ligó.
—Ah bueno. Ah. No. No. Dejate de joder, Juanca. No, pero posta. Siempre con cosa rara vos, eh.
Qué nervioso me pone este tipo.
—No creés en mí...
—Ya sé. No creo en dios, ¿no?
—Eso mismísimo.
—La puta que te parió.
—Cuestión de minitas, flaco. Vulgarcito. No es para que andes lloriqueando.
—A ver.
—El Cheme se consiguió una trampita. Mucha presión: la guita, los pibes, la loca de la jermu. Entendiste. Andaba con una fulanita. Ojo, linda piba, eh. Y se iba después del taller a garchar al centro, en la semana cuando les pintaba.
Se termina el vaso y echa una miradita al pibe.
—Cómo va el monstruo, Claudito. Haceme la laguna repugnante bien de bien, eh. Para la abuela.
—Somos todos ricoteros —dice el pibe sin dejar de rayar de negro la hoja.
—Menos el flaco —dice Juanca.
—Puto —me dice el pibe sin mirarme.
—Y un buen día el Cheme y la piba esta salen del telo y ¿qué es lo primero que hace uno que sale de garchar?
—Se va y se toma una birra.
—Una birra. No seis. ¿No cierto, flaco?
—Y... no sé, che. Qué sé yo.
—No, cráneo. No podés tomarte seis birras con una minita en una mesa en la vereda del bar siendo que tenés que llegar a tu casa a morfar con tu familia. Media pila, flaco.
—¿Y qué pasó?
—Cosas de borrachito. Qué va a pasar. Hubo un incidente... un ratero de esos que manotean, viste, le afanó la cartera a una vieja ahí nomás de donde estaba tomando birra con la minita. Hacete la situación. Pasa el chorro corriendo. El Cheme oye los gritos, ve al chaboncito, agarra una botella y se la tira... ¿y no va que le da en la cabeza? Hay que tener mala suerte, flaco, un poco fue eso también, eh.
—Ah pero pará. ¿Cómo que mala suerte? Tuvo puntería y le dio en la cabeza a un carterista. Muy bien el Cheme, Juanca.
—A vos el cine te está dejando idiota, flaco. Mucho Batman vos. A ver. Si estás en infracción desde cualquier punto de vista, no podés andar haciéndote el Llanero solitario... ¡tenés que quedarte piola y escondido, flaco! ¡Piola y escondido y calladito, mi viejo! ¿Me captás?
Vuelve a golpear el dedo contra la mesa las cuatro sílabas de “calladito”.
—Cuando el pibe ese liga el botellazo, cae al piso lógicamente boleado. Y viste que ahora está de moda eso de linchar giles. Bueno. Se armó la goma. Te la hago corta. Tumulto. Lo recagan a patadas en el suelo, pero bien de bien, eh... me seguís. Aparece un móvil de un noticioso que, de pedo o no tan de pedo, andaba por ahí... y te digo que no tan de pedo por la zona donde pasó la desgracia esta. Entendiste.
Hace una pausa y se prepara un fernet.
—Quiero hacer pis —dice Claudito.
—Andá con el flaco, Claudito.
—No porque es puto.
Se van al baño. Me pongo a mirar el dibujo: no sé cómo lo hacen normalmente los pibes a esa edad, pero parece tener alguna idea de lo que es monstruoso. Me pregunto si lo habrá aprendido a los diez minutos de estar con Jotacé.
Ahora vuelven; el pibe, contento con un rociador de flit en una mano.
—¿Y podés creer que le hicieron un reportaje al Cheme y todo? —me dice.
—Jodeme.
—Posta. Y la otra boludita colgada del cuello del Cheme, yo creo que del pedo que tenía. Porque ojota, que ella también tenía a su noviecito por ahí, eh... Le cantaba al de la cámara... “Solo le pido a dios” le cantaba... Festejaban con la gente... Pintó la yuta... ¿no viste el noticioso, flaco?
—No, Juanca. Qué voy a ver.
—Y menos mal... menos mal que la mujer del Cheme tampoco, che.
—¡Cómo que menos mal, si me decís que lo cagaron a piñas pero bien, Juanca!
—No entendés. La mujer del Cheme es jodida. Mucho. No querés hacer enojar a la mujer del Cheme —da tres golpes en la mesa con el culo del vaso mientras repite no-que-rés.
Ahora se toma un trago despacio, levanta el vaso y se pone a observarlo. Uno teme las cosas tenebrosas que pueden pasar por la cabeza de este tipo durante unos segundos de actitud contemplativa.
—Aguante Los Redondos —le dice al pibe con el vaso en alto. Claudito agarra el suyo, que todavía tiene soda, y lo levanta también.
—A veces hay que encarar los asuntos de la razón por el lado de la acción. Vos fijate que un ejercicio, sea cual fuere, se hace con fuerza, con movimiento, con sangre, tripa y sudor.
—No empecés, Juanca. Veníamos piloteándola.
—Vos porque son un insensible. La moral necesita acción, que no necesariamente tiene que ver con la justicia porque la justicia es una pendejada. Fijate que está como institucionalizado que la gente celebre que al violador lo violen en la cárcel, es decir que al peor lo violen en la cárcel, mientras se considera la violación como cosa espantosa, por ahí hasta peor que el homicidio. Y fijate que el común de la gente considera peor un homicidio que otro, por ejemplo es peor matar a un tipo para afanarle la bicicleta que por un millón de dólares. Si lo pensás, un homicidio es un homicidio y el porqué debería dar lo mismo. Mucho Jólivud. Ves.
—No jodas. Si viene uno y se te mete en tu casa con una motosierra y lo bajás de un cohetazo no es lo mismo que el chabón te haga bosta con la motosierra porque se le ocurrió que quiere algo que vos no le querés dar, Juanca.
—¿Lo escuchaste al flaco, Claudito? Es así de huevón, eh. No te asustes.
—Aguante Los Redondos —dice el pibe.
—Eso es de las películas, flaco, para que los gringos se gasten el aguinaldo en armamento.
Repite la rutina de agacharse junto al pibe y elogiarle el dibujo.
—A todo esto, ¿qué carajo pasó con el Cheme? ¿eh?
—Te dije, flaco. Un par de costillas fisuradas. Ojo izquierdo negro. Cicatriz en el pómulo derecho. Una semana mínimo de reposo le dio el médico.
—Pero no entiendo. El chabón quedó escrachado por salir con una minita, pero la jermu no se enteró, ¿no?
—Más o menos. Yo diría que quedó escrachado por pelotudo.
—Sí, bueno. Pero no entiendo qué tiene que ver el Lágrima.
—Es el hermano de la mujer de Cheme, flaco.
—Ah pero peor. Mirá si lo van a cagar a palos porque se garchó a una minita por ahí, Juanca. Tanto lío con la logística y toda esa bola que mandaste. No sé, che.
Ahora se sirve un fernet. Se nota que calcula con precisión de anestesista la cantidad de soda. Otra vez se pone a mirar el vaso.
—¿Y quién te dijo que se la dieron por garcharse a una minita, gomazo? Vos deberías hacerte poeta, flaco. Posta.
—¿Y por qué carajo entonces, che?
Se para con el vaso en la mano y otra vez se agacha junto a Claudito. Agarra el dibujo y me lo muestra.
—Mirá el monstruo del pantano que dibujó Claudito, flaco.
—Muy bien el monstruo, eh —les digo a ambos.
—Puto —me dice el pibe.
—Al Cheme lo cagaron a patadas porque el chaboncito que le manoteó la cartera a la vieja era el hermano de uno de los pibes de la barra, flaco. Nunca entendés nada, eh.
—Jodeme.
Juanca se incorpora. Tiene el vaso en una mano y el dibujo en la otra.
—Atendeme al flaco, que no le gustan Los Redondos —le dice contento al pibe.
Claudito agarra el rociador de flit, se para de un salto y me moja desde los pantalones hasta la cara. Se cagan de risa. Lo raro es que no siento el olor característico a insecticida, lo cual supongo que es bueno. Me sale una risa forzosa como obligada por la carita del pibe. Pero siento olor a pis.
—Venimos juntando el meo acá con Claudito, flaco. Hacer felices a los pibes no cuesta nada.
El nene se trepa a Juanca y me abre grandes los ojos.




miércoles, 22 de enero de 2014

El perro asesino



Lunes seis de la tarde. Juanca tiene dispuestos verduras, un pedazo de carne, una tabla y paquetes con no sé qué sobre la mesada.
—¿Qué hacés, Juanca?
—Juego al tenis, boludo.
Ya empezamos.
—Vos cocinando a esta hora —le digo mientras dejo la botella de fernet que traje sobre la mesa.
—Estoy preparando el morfi para el rope, flaco.
—No jodas con que ahora tenés un perro.
—Es de la loca de enfrente. Se fue de viaje y me pidió que se lo cuidara. Me tira unos mangos, viste.
Ahora anda hasta la puerta que da al patio, la abre y señala con los ojos. Veo en el fondo, contra la pared, un perro negro y grande que está echado con las patas estiradas; parece que duerme.
—¿Qué mierda es ese bicho, che? —pregunto.
—Un perro.
—No te hagás el pelotudo.
—No me sale la raza. Es de esos que cada tanto aparecen en el noticioso por matar a un pibe o mutilar gente.
—Rottweiler. Debe ser Rottweiler.
—Pocho.
—¿Pocho?
—Pocho, flaco. Le puso Pocho, por Perón.
Se pone a cortar una zanahoria en rodajas finas. Yo saco la soda y un poco de hielo de la heladera.
—¿Y qué le vas a cocinar a Pocho? —pregunto mientras preparo los vasos.
—Pasa que vi en la tele una propaganda de alimento para perros que decía que llevaba verduras, carne, pollo y condimentos. Eso me gusta a mí también, así que lo hago en casa, viste.
—Y vos te creés todas las pelotudeces que te dicen en las propagandas —me río.
—No entendés. Uno tiene la parte animal igualita a la del perro. Vos sabés que el bicho morfa y está contento porque vos después de morfar estás contento. Por eso estos de la propaganda te venden que el perro come como uno y está feliz. Ves.
—Pero uno sabe que esos porotos inmundos que comen los perros están preparados con cualquier porquería. Mirá si una fábrica se va a poner a cortar la zanahoria para que un cuadrúpedo termine comiendo pastillas como los astronautas.
—Ponele. Por eso yo hago la comida y de paso morfo con Pocho. Vos andá a comer un pancho, pelotudo.
Tengo ganas de decirle que el Rottweiler que está tirado en el patio ni en pedo se va a comer esa especie de guiso que está preparando, pero mejor me callo.
—Es muy loco eso del morfi, flaco. Vos fijate que uno podría vivir tranquilamente comiendo, no sé, verduras y frutas, que además son baratas. 
Deja el cuchillo, agarra el vaso y se toma un trago. Parece que ya empieza con la monserga.
—Pero hay una industria grosa de toda esa joda de la comida —sigue— que mueve mucha guita; involucra a mucha gente, estudios y una monstruosa parafernalia. Si te ponés a pensar, todo eso para llenar la panza y ponerte contento, viste, como cualquier bestia rastrera, como Pocho, ponele.
—Todo para una supuesta necesidad primaria.
—Todo para una supuesta necesidad primaria, flaco. Eso mismo.
Mete las verduras trozadas en una cacerola y se pone a cortar un pedazo de carne.
—A veces me pregunto para qué tanta racionalidad, tanta inteligencia, si total todo es cuestión de comer algo y tirarse a dormir, como hacen los monos.
—No, Jotacé. Tenemos la ciencia, la tecnología y la poesía —me río.
—Y cojer, flaco. Vos no porque sos una ameba, pero la gente coje, viste.
—El sexo también está intelectualizado, che.
—Ponele. Y se mezclan los placeres intelectuales, que por cultura llamamos logros, arte... qué sé yo, y los placeres animales, que llamamos necesidades. La tecnología produce comodidad, que es otra cuestión primaria.
—Salud.
—¿Qué? ¿Proponés un brindis, flaco? ¿Emputeciste?
—Que también produce salud, Juanca.
Mete los pedazos de carne en la cacerola, agrega un poco de aceite, sal y una especie de caldo que tenía en un jarrito. Ahora levanta el vaso con la derecha y me pone cara de contento.
—Feliz San Valentín —me dice.
—La puta que te parió.
Trae a la mesa una bolsa con maníes, se sienta y se prepara un fernet.
—Che, ¿y qué onda la mina del perro? ¿Te la garchaste?
—No, flaco. No sabés el drama que tuvo esa mujer.
—Epa.
—Resulta que hace unos años se puso a salir con un jipi, un borrachito desgarbado, viste, medio tullido, algo así como vos.
—Ahá.
—Era un paz y amor de esos que dicen que no les importan la guita ni el gobierno... un coso que paseaba perros por unos mangos e iba y se compraba una birra. Y ella siempre fue de hacer sacrificios: cuidó a la madre ahí mismo hasta que murió, pobre la vieja que el dorima la dejó por un marinero... Una mina del laburo y de su casa, ponele.
—Y se juntó con el coso.
—Y se juntó con el coso ese, flaco, y ahí se le complicó.
Abre una vaina y saca los maníes, que deja sobre la mesa. Abre otra y repite la operación. Se toma un trago y arranca.
—Hay que ver cómo es esto de las necesidades. Como animales somos muy pretenciosos, y como seres racionales, muy pelotudos.
—La pelotudez es invención humana, Juanca. Dejá de joder.
—Pero posta. Es como que nuestra necesidad, la necesidad de las personas, ponele, pasa por elegir y por ser reconocidos. Si lo ves así, parece una cuestión, no sé, espiritual o cultural, viste. Uno se forja eligiendo porque elección es desplazamiento y representa poder ser en un acto intelectual. Esto vendría a ser como para un caballo decidir ir a tomar agua para saciarse, algo así.
—Psicológico, Juanca. Un acto Psicológico.
Me pone cara de asesino. Se levanta y abre la cacerola humeante. Prueba el contenido con una cuchara, se quema y putea. Vuelve a sentarse y se come los maníes que había apilado.
—Al principio andaba bien con el jipi, tanto que lo llevó a vivir a la casa.
—Con Pocho.
—No, flaco. Pocho vino después del jipi. La mina empezó a incentivarlo para que cambiara un poco, para que hiciera algo más. Le pagó un curso de algo de informática, esas huevadas de diseño...
—Como si fuera un hijo, ponele.
—O Pocho. Y al pibe este le vino bien, parece.
Empiezo a prestar atención al olor a comida; esto y el fernet me dan hambre.
—Yo creo que, por más que quieran, la felicidad es una cuestión corporal que está en las células, en los órganos y en los huesos como un mecanismo animal; lo demás es márquetin, psicología, chamuyo. Cagate de risa —dice.
—O sea que para vos descubrir la cura del cáncer, escribir poesía, comprarse un auto, ganar un campeonato de tenis, criar hijos y enamorarse son eventos que no pueden hacer feliz a nadie, ¿no?
—Distracciones propias de animales sin instinto obligados al amor y a la felicidad.
—Ah pero qué tipo jodido, che.
—Si no fuera así, la felicidad sería una cuestión psicológica o cultural no propia del individuo sino de su entorno. Y vos decime, cráneo, si no estuvimos de acuerdo en que Pocho, como un tiburón, con la panza llena está contento.
Me pone nervioso este tipo. Igualmente supongo que la felicidad, dada la naturaleza social humana, también es cosa del entorno. Hago otro fernet y pretendo cambiar de tema.
—¿Y qué pasó con la de enfrente y su coso jipi, che?
—Al pibe le empezó a ir bien. Parece que encontró una forma de vida con eso de diseñar huevaditas con la computadora. Dejó la birra y el paseo de perros. Digamos que descubrió una manera de distraerse, viste, y encima le pagaban por eso.
—Trabajo, Juanca. Se llama trabajo.
—Cuando te dije que el chabón paseaba perros no aclaraste lo mismo, flaco. La cosa es que andaba muy ocupado. La mina se sintió un poco desplazada, viste.
—Un hombre responsable.
Se pone a revolver los cajones. Saca una cuchara de madera larga y revuelve el contenido de la cacerola. Sigue el olor a comida dándome hambre. Me pongo a pelar maní.
—Y no es muy difícil ver que el chabón que ella se llevó a vivir a su casa no era el mismo que el que después andaba ocupado con la maquinita —dice y se sienta a la mesa.
—Bueno, tampoco exageres, Juanca.
—Es la distracción. Vos fijate que cuando el cuerpo necesita agua el cerebro suele interpretar que hay que tomar, no sé, coca cola, ponele.
—¿Y eso qué poronga tiene que ver?
—Somos como cuerpos vacíos, maniquíes hiperquinéticos que necesitan distraerse de su propio organismo. Somos aquello en lo que creemos, como si no nos movieran los músculos, viste. A nadie define cómo está ni cómo es, sino lo que hace. El pibe empezó a ver a la mina como a una mísera empleada administrativa, mientras que él era un ser autónomo y emprendedor, tres teléfonos tenía. No se puede ser feliz, actuar y pensar al mismo tiempo, flaco.
—Y por eso los poetas dicen que el dinero no hace la felicidad, ¿no cierto, Jotacé? ¿Ya sos jipi?
—Eso dicen los que no tienen un mango, como si realmente fueran distintos a los millonarios. Creo que ya está la comida de Pocho.
Va y apaga la hornalla. Se sirve otro fernet y me vuelve a alzar el vaso en ademán de brindis.
—Cuando el pibe se le fue, la mina se consiguió a Pocho. Muerto lo jipi se acabó la rabia.
Camino hasta la ventana para ver al perro. Algo está mal: sigue en la misma posición.
—Che, cómo duerme ese animal —le digo.
—Debió estresarse un poco cuando lo traje a casa. Pensá que para la mina es el hijo y para mí un bicho zaparrastroso y mal llevado.
—¿Hace mucho que duerme?
—Desde el sábado a la noche. Hinchaba las bolas y le di unas pastillas, flaco.
—Desde el sábado a la noche, ahá.
Abre la puerta y va hacia Pocho. Veo que se detiene a mitad de camino y vuelve.
—Flaco, haceme un favor. Andá a fijarte qué onda el rope mientras le sirvo un plato.
—Ni en pedo.
Estamos parados junto a la puerta mirando el perro y surge un silencio feo entre nosotros.
—Desde el sábado a la noche —digo bajito, nomás para mover el aire.