miércoles, 22 de enero de 2014

El perro asesino



Lunes seis de la tarde. Juanca tiene dispuestos verduras, un pedazo de carne, una tabla y paquetes con no sé qué sobre la mesada.
—¿Qué hacés, Juanca?
—Juego al tenis, boludo.
Ya empezamos.
—Vos cocinando a esta hora —le digo mientras dejo la botella de fernet que traje sobre la mesa.
—Estoy preparando el morfi para el rope, flaco.
—No jodas con que ahora tenés un perro.
—Es de la loca de enfrente. Se fue de viaje y me pidió que se lo cuidara. Me tira unos mangos, viste.
Ahora anda hasta la puerta que da al patio, la abre y señala con los ojos. Veo en el fondo, contra la pared, un perro negro y grande que está echado con las patas estiradas; parece que duerme.
—¿Qué mierda es ese bicho, che? —pregunto.
—Un perro.
—No te hagás el pelotudo.
—No me sale la raza. Es de esos que cada tanto aparecen en el noticioso por matar a un pibe o mutilar gente.
—Rottweiler. Debe ser Rottweiler.
—Pocho.
—¿Pocho?
—Pocho, flaco. Le puso Pocho, por Perón.
Se pone a cortar una zanahoria en rodajas finas. Yo saco la soda y un poco de hielo de la heladera.
—¿Y qué le vas a cocinar a Pocho? —pregunto mientras preparo los vasos.
—Pasa que vi en la tele una propaganda de alimento para perros que decía que llevaba verduras, carne, pollo y condimentos. Eso me gusta a mí también, así que lo hago en casa, viste.
—Y vos te creés todas las pelotudeces que te dicen en las propagandas —me río.
—No entendés. Uno tiene la parte animal igualita a la del perro. Vos sabés que el bicho morfa y está contento porque vos después de morfar estás contento. Por eso estos de la propaganda te venden que el perro come como uno y está feliz. Ves.
—Pero uno sabe que esos porotos inmundos que comen los perros están preparados con cualquier porquería. Mirá si una fábrica se va a poner a cortar la zanahoria para que un cuadrúpedo termine comiendo pastillas como los astronautas.
—Ponele. Por eso yo hago la comida y de paso morfo con Pocho. Vos andá a comer un pancho, pelotudo.
Tengo ganas de decirle que el Rottweiler que está tirado en el patio ni en pedo se va a comer esa especie de guiso que está preparando, pero mejor me callo.
—Es muy loco eso del morfi, flaco. Vos fijate que uno podría vivir tranquilamente comiendo, no sé, verduras y frutas, que además son baratas. 
Deja el cuchillo, agarra el vaso y se toma un trago. Parece que ya empieza con la monserga.
—Pero hay una industria grosa de toda esa joda de la comida —sigue— que mueve mucha guita; involucra a mucha gente, estudios y una monstruosa parafernalia. Si te ponés a pensar, todo eso para llenar la panza y ponerte contento, viste, como cualquier bestia rastrera, como Pocho, ponele.
—Todo para una supuesta necesidad primaria.
—Todo para una supuesta necesidad primaria, flaco. Eso mismo.
Mete las verduras trozadas en una cacerola y se pone a cortar un pedazo de carne.
—A veces me pregunto para qué tanta racionalidad, tanta inteligencia, si total todo es cuestión de comer algo y tirarse a dormir, como hacen los monos.
—No, Jotacé. Tenemos la ciencia, la tecnología y la poesía —me río.
—Y cojer, flaco. Vos no porque sos una ameba, pero la gente coje, viste.
—El sexo también está intelectualizado, che.
—Ponele. Y se mezclan los placeres intelectuales, que por cultura llamamos logros, arte... qué sé yo, y los placeres animales, que llamamos necesidades. La tecnología produce comodidad, que es otra cuestión primaria.
—Salud.
—¿Qué? ¿Proponés un brindis, flaco? ¿Emputeciste?
—Que también produce salud, Juanca.
Mete los pedazos de carne en la cacerola, agrega un poco de aceite, sal y una especie de caldo que tenía en un jarrito. Ahora levanta el vaso con la derecha y me pone cara de contento.
—Feliz San Valentín —me dice.
—La puta que te parió.
Trae a la mesa una bolsa con maníes, se sienta y se prepara un fernet.
—Che, ¿y qué onda la mina del perro? ¿Te la garchaste?
—No, flaco. No sabés el drama que tuvo esa mujer.
—Epa.
—Resulta que hace unos años se puso a salir con un jipi, un borrachito desgarbado, viste, medio tullido, algo así como vos.
—Ahá.
—Era un paz y amor de esos que dicen que no les importan la guita ni el gobierno... un coso que paseaba perros por unos mangos e iba y se compraba una birra. Y ella siempre fue de hacer sacrificios: cuidó a la madre ahí mismo hasta que murió, pobre la vieja que el dorima la dejó por un marinero... Una mina del laburo y de su casa, ponele.
—Y se juntó con el coso.
—Y se juntó con el coso ese, flaco, y ahí se le complicó.
Abre una vaina y saca los maníes, que deja sobre la mesa. Abre otra y repite la operación. Se toma un trago y arranca.
—Hay que ver cómo es esto de las necesidades. Como animales somos muy pretenciosos, y como seres racionales, muy pelotudos.
—La pelotudez es invención humana, Juanca. Dejá de joder.
—Pero posta. Es como que nuestra necesidad, la necesidad de las personas, ponele, pasa por elegir y por ser reconocidos. Si lo ves así, parece una cuestión, no sé, espiritual o cultural, viste. Uno se forja eligiendo porque elección es desplazamiento y representa poder ser en un acto intelectual. Esto vendría a ser como para un caballo decidir ir a tomar agua para saciarse, algo así.
—Psicológico, Juanca. Un acto Psicológico.
Me pone cara de asesino. Se levanta y abre la cacerola humeante. Prueba el contenido con una cuchara, se quema y putea. Vuelve a sentarse y se come los maníes que había apilado.
—Al principio andaba bien con el jipi, tanto que lo llevó a vivir a la casa.
—Con Pocho.
—No, flaco. Pocho vino después del jipi. La mina empezó a incentivarlo para que cambiara un poco, para que hiciera algo más. Le pagó un curso de algo de informática, esas huevadas de diseño...
—Como si fuera un hijo, ponele.
—O Pocho. Y al pibe este le vino bien, parece.
Empiezo a prestar atención al olor a comida; esto y el fernet me dan hambre.
—Yo creo que, por más que quieran, la felicidad es una cuestión corporal que está en las células, en los órganos y en los huesos como un mecanismo animal; lo demás es márquetin, psicología, chamuyo. Cagate de risa —dice.
—O sea que para vos descubrir la cura del cáncer, escribir poesía, comprarse un auto, ganar un campeonato de tenis, criar hijos y enamorarse son eventos que no pueden hacer feliz a nadie, ¿no?
—Distracciones propias de animales sin instinto obligados al amor y a la felicidad.
—Ah pero qué tipo jodido, che.
—Si no fuera así, la felicidad sería una cuestión psicológica o cultural no propia del individuo sino de su entorno. Y vos decime, cráneo, si no estuvimos de acuerdo en que Pocho, como un tiburón, con la panza llena está contento.
Me pone nervioso este tipo. Igualmente supongo que la felicidad, dada la naturaleza social humana, también es cosa del entorno. Hago otro fernet y pretendo cambiar de tema.
—¿Y qué pasó con la de enfrente y su coso jipi, che?
—Al pibe le empezó a ir bien. Parece que encontró una forma de vida con eso de diseñar huevaditas con la computadora. Dejó la birra y el paseo de perros. Digamos que descubrió una manera de distraerse, viste, y encima le pagaban por eso.
—Trabajo, Juanca. Se llama trabajo.
—Cuando te dije que el chabón paseaba perros no aclaraste lo mismo, flaco. La cosa es que andaba muy ocupado. La mina se sintió un poco desplazada, viste.
—Un hombre responsable.
Se pone a revolver los cajones. Saca una cuchara de madera larga y revuelve el contenido de la cacerola. Sigue el olor a comida dándome hambre. Me pongo a pelar maní.
—Y no es muy difícil ver que el chabón que ella se llevó a vivir a su casa no era el mismo que el que después andaba ocupado con la maquinita —dice y se sienta a la mesa.
—Bueno, tampoco exageres, Juanca.
—Es la distracción. Vos fijate que cuando el cuerpo necesita agua el cerebro suele interpretar que hay que tomar, no sé, coca cola, ponele.
—¿Y eso qué poronga tiene que ver?
—Somos como cuerpos vacíos, maniquíes hiperquinéticos que necesitan distraerse de su propio organismo. Somos aquello en lo que creemos, como si no nos movieran los músculos, viste. A nadie define cómo está ni cómo es, sino lo que hace. El pibe empezó a ver a la mina como a una mísera empleada administrativa, mientras que él era un ser autónomo y emprendedor, tres teléfonos tenía. No se puede ser feliz, actuar y pensar al mismo tiempo, flaco.
—Y por eso los poetas dicen que el dinero no hace la felicidad, ¿no cierto, Jotacé? ¿Ya sos jipi?
—Eso dicen los que no tienen un mango, como si realmente fueran distintos a los millonarios. Creo que ya está la comida de Pocho.
Va y apaga la hornalla. Se sirve otro fernet y me vuelve a alzar el vaso en ademán de brindis.
—Cuando el pibe se le fue, la mina se consiguió a Pocho. Muerto lo jipi se acabó la rabia.
Camino hasta la ventana para ver al perro. Algo está mal: sigue en la misma posición.
—Che, cómo duerme ese animal —le digo.
—Debió estresarse un poco cuando lo traje a casa. Pensá que para la mina es el hijo y para mí un bicho zaparrastroso y mal llevado.
—¿Hace mucho que duerme?
—Desde el sábado a la noche. Hinchaba las bolas y le di unas pastillas, flaco.
—Desde el sábado a la noche, ahá.
Abre la puerta y va hacia Pocho. Veo que se detiene a mitad de camino y vuelve.
—Flaco, haceme un favor. Andá a fijarte qué onda el rope mientras le sirvo un plato.
—Ni en pedo.
Estamos parados junto a la puerta mirando el perro y surge un silencio feo entre nosotros.
—Desde el sábado a la noche —digo bajito, nomás para mover el aire.