lunes, 12 de noviembre de 2012

En los parlantes la identidad palpita

Hoy me traje un fernet. Vengo de ser interceptado por los rolingas acá en la esquina. Me pidieron diez pesos y el celular para un delivery de faso. Juanca está con una netbook de esas que entrega el gobierno a los escolares. Es la primera vez que lo veo con tecnología más elaborada que una radio o el televisor.
—Qué raro que te devolvieron el teléfono, flaco.
—Dijeron que era una mierda porque no filma. ¿Qué hacés con esa maquinita?
—Me la prestó una sobrina. Bajo música de internet.
—Epa, no sabía que te pusiste internet.
—El guai fai de la vecina, boludazo. Me extraña, mosca.
—¿Te dio la contraseña y ya?
—No. La adiviné.
—No jodas.
—Posta. Es separada y tiene dos hijos: el Hormiga y la Piti. Puse pitihormiga y no entró, hormigapiti y tampoco, le saqué la hache y agarró. Las mujeres ponen su fecha de nacimiento o nombres de sus hijos. No hay que ser psicólogo para saber eso. Y menos mal, porque no sé cuándo nació la boluda esta. Traé el salamín, dale.
Mejor no le pregunto cómo va a escuchar la música en el doblecasetera o en el tocadiscos del año del pedo que tiene en la pieza.
—¿Y se puede saber qué bajás, che?
—Barroco, clásico y romántico. De Bach a Chopin, ponéle. Preparo un elepé compilado para vender a los jipis y a los rolingas.
Ahora sí, no aguanto a este tipo. No sé si me está cargando o se le salió la cadena de nuevo.
—Chupala, Juanca.
—Vos porque vivís en la perplejidad del inculto. Hay crisis de identidad en el rioba; los únicos que no tienen drama son los paraguayos, que escuchan su programa de radio. Los rolingas son los más damnificados; no hay onda que no les choreen los conchetos. Tenían a Los Rolling Stones, a los Redondos... Callejeros, la cumbia, el reguetón... se sentían identificados con esas bandas; eran su sello, su cultura. ¿Y ahora? Ahora te pasa cualquier chetito, raudo en el auto de papi, con “Viejas locas” al mango. Garpan fortuna en los boliches de Belgrano donde les pasan la música que antes era propia de los marginales. El otro día desmantelaron un Suzuki Fun, ese auto maricón, y se encontraron las discografías de “Los pibes chorros” y de Gilda. No hay derecho.
—Y vos te pensás que van a escuchar la música esa porque los conchetos no la usan.
—Ni más ni menos. Ves. A veces te agarra la correa a vos, pelotudo.
Lo noto entusiasmado. Termina el vaso de un saque, y el hielo le golpea los labios. Abre una carpetita llena de archivos.
—Oí esto —increpa—. Encontré a un coso que toca las suites de Bach para laúd en guitarra.
Suena la famosa Bourrée de la BWV 996.
—Ahí tenés. Con esto van a armar un pogo acá en la esquina. Vas a ver, flaco.
No sé si estoy de acuerdo con Jotacé. Es como que está usando la música para separar clases sociales que, al menos en lo musical, ahora están cerca.
—Pero separás las clases sociales, Juanca, como que subestimás. La música esa culta que les querés encajar siempre estuvo del lado de la nobleza, no jodamos.
—¿Y decís que el que separa soy yo? Para vos una clase se diferencia de otra por tener más o menos guita. Y los marginales no son una circunstancia económica ni una cuestión de título, son cultura, vivencia e inteligencia, che.
Creo que algo capto en su nube de pedos. Parece que no quiere separar clases, sino delimitar culturas o algún delirio semejante. Hay que joderse de aguantar a este tipo. Mejor me sirvo otro fernecito y lo dejo.
—Acordate —dice— de que el tango, por ejemplo, salió del barro, de los piojosos que no tuvieron mejor chance que la de trasladar la miseria pajuerana a la ciudad, o algo así. Lo mismo pasó con los negros y el blues, y con tanta otra cosa.
—Pero el tango es mundial, Juanca, y el blues y toda la música.
—Ay, sí. Pero traéte a un negro del Mississipi y tocale un blues; lo más probable es que vomite y se pegue un tiro. Y lo mismo ocurre con los tangueros viejos; hubo suicidios cuando al boludo de Luis Miguel se le ocurrió cantar “El día que me quieras”. No jodas. Y a veces desde el rancherío es más fácil llegar a Europa que al centro, porque acá te miran enseguidita las patas embarradas estos putos, y se les para la nariz.
—¿Y qué carajos tiene que ver todo eso con la música que querés endosarle a esta gente?
—Que a veces para salir de una crisis tenés que sentirte algo que no sos, como la mujer casada.
—Ah... bueno. Pero andá a la puta que te parió, Juanca. De onda.
Veo cómo la nuez le marca el paso del fernet. Ojalá se deje de joder.
—Vos date cuenta de que la mina casada que va y se garcha a otro lo primero que dice es “ay, sí, necesitaba sentirme deseada” y toda esa huevada, en vez de decir que tenía muchas ganas de cojer.
—Ahá.
—Vos, que sos un hijo de puta, podés pensar que claro, que el tipo la desea porque, a diferencia del dorima, no la conoce.
—Ponéle.
—Y después de unos cuantos pijazos puede pasar que la mina, que antes se sentía poco menos que un guiñapo incojible, se comporte de otra manera porque se siente de otra manera, conque puede ser vista de otra manera, tanto, que hasta el forro del marido por ahí larga la birra y le echa un polvo.
—Digamos.
—Bien. Imaginate que un día ves pasar a los rolingas con Beethoven al palo en un auto afanado, o a los jipis bailando un vals acá en la esquina.
—Ojalá que te pise un patrullero, Juanca.
—Si no creés en mí, no creés en dios, flaco —me vacila.
—No te hagas el filósofo.
—¿Filosofía? —me pone su típica cara de asesino— La filosofía es como el sexo oral: una excusa febril y entretenida para mantener la cabeza bien cerca del culo.
Ahora hace rezongar el sifón, el chorro fuerte da contra los hielos recién puestos y el fernet hincha su cuerpo de espuma marrón. Oímos unos balazos y después los ladridos, no tan lejanos. También se oye mi teléfono. No conozco el número que aparece.
—Hola.
-Qué hacés, máquina. Yo.
—¿Quién habla?
-El Sapo Pepe. Me encargastes la verdura para esta noche. Te cabió.
Ahora entiendo. Tiene que ser el díler que llamó el rolinga con mi celular. Le quedó el número.
—Qué pasó —pregunto, medio preocupado.
-Se me acabó el paraguayo. Tengo Perú. Te cabe.
—Eh... No sé. ¿Qué onda? —ya que estoy, le hablo como si supiera. Juanca me clava los ojos en la nariz.
-Muy rica.
—Bueno, dale.
-Eh, es otro billete. Captás. Si te cabe.
—No me vas a caminar, Sapo —creo que debería reírme fuerte.
-No la bardiés, máquina. Te buscás otro, eh.
—Bueno. Dale.
-Salimo —concluye.