jueves, 19 de abril de 2012

Cuatro ebrios

De la decena de obreros que se habían quedado a la cena luego de una ardua jornada solo ellos permanecían en el terreno entre los vestigios del asado. Bebían sentados junto al fuego. Cáceres se distrajo con las nubes que pasaban bajas. El viento hacía chirriar el maderamen y las chapas de la obra. El Sereno reparó en la mirada alta de Cáceres.
—Era una noche como esta —dijo por fin el Sereno—. Hace unos cuantos años un tipo vino a matar a mi hermano porque se avivó, por su propia mujer, de que el hijo de ella, su hijo, era de mi hermano y no suyo.
Cáceres dejó las nubes y auscultó en la cara huesuda y roja del viejo. El Nene alimentó la fogata con unos palos.
—Vino desde Bahía Blanca en un Citroën 3CV, con un revólver en la guantera —continuó el Sereno—. Totalmente mamado venía.
—¿Qué dice, viejo? —interrogó el Nene, y buscó en el rostro de Cáceres alguna señal que explicara el surgimiento repentino de las palabras del otro.
—Como ahora, Cáceres; un cielo frío con nubes rápidas —explicó, sin reparar en el gesto de sorpresa del joven.
El fuego iluminó a los hombres crecido de súbito. Cáceres agarró el cartón de vino y sirvió su vaso de plástico. El Nene se restregó la nariz con la manga mugrienta del pulóver y extendió la mano con el vaso vacío en dirección al otro. Luego moqueó fuerte mientras Cáceres escanciaba casi con solemnidad, con cierta solemnidad usual de las cosas de los ebrios. Ambos bebieron, y el Sereno estiró los brazos en dirección a las llamas a fin de calentarse.
—Y mirá que tenés tiempo para pensarlo, eso de meterle un tiro a alguien... En un viaje tan largo tenés tiempo de pensar bien lo que vas a hacer —dijo el viejo.
—Pero dios lo perdonó... —interrumpió Cáceres.
—Sí... Dios perdonó a mi hermano —musitó el Sereno—, pero dios cobra los favores.
El Nene sintió el aislamiento al que era sometido acaso involuntariamente (esto no lo pensaba) por los otros. Pensaba, sí, que era el más joven, y suponía (en otros términos) que aquella brecha temporal lo separaba de esos hombres. Entonces, con la torpeza del vino a cuestas, eligió una vara de hierro y se puso a acomodar las brasas. Ahora recordaba que hablaron de cielos y de nubes rápidas; miró hacia donde la noche intentaba hacer estrellas y, en efecto, la luz resbalosa de la luna menguante delataba el vuelo firme de grises manchones. También hablaron de un viaje; imaginó una ruta desierta y el chiflido del viento, pensó en un auto que solo había visto en fotos viejas rojo, algo anaranjado, con el techo de lona; colocó a un asesino al volante; evocó al hermano mayor, el que ni en sueños moriría porque además lo había hecho tío de un niño al que él mismo amaba con la fuerza que merece lo más frágil e indefenso de la sangre propia.
—Le gatilló cuatro veces, parado cara a cara y en la puerta de la casa —dijo el Sereno.

—Pero el revólver no servía —volvió a interrumpir Cáceres.
—Era de la guerra, un pedazo de fierro viejo; ¡no se había usado nunca…! —declaró el Sereno. Luego se incorporó con esfuerzo y caminó rumbo a la casilla lento y sin despedirse. Los otros dos lo vieron esfumarse en la penumbra del chaperío.
—¿Qué le pasa al viejo? Se fue sin terminar, ¿no? —indagó tímidamente el Nene.
—Vos porque no estabas las otras veces. Siempre cuenta lo mismo cuando está picadito. Termina que el chabón nunca volvió a Bahía Blanca —respondió Cáceres, esta vez con una sonrisa fraterna.
El Nene intentó tallar un corazón en el suelo con el hierro todavía caliente, en esa tierra ya demasiado endurecida por la pedantería de la maquinaria, por el paso del cemento y por el obrar de los hombres.