miércoles, 5 de diciembre de 2012

Cruce




Ahí está, otra vez, parece enjaulada entre las tacuaras. La luna la descubre antes que yo y destaca la piel oleosa de sus hombros. Brilla. Es una estatua viva de limo y pirita. Si la llego a tocar, mis dedos quedarían marcados en esa piel de fango terso. Sentiría el barro vivo contraerse como la carne de una boa bajo mi mano. Pero yo quiero tocarla mansa, quiero moldearla de nuevo en su propia forma. Negra. Acá estoy. Quiero que me vea sin llamarla. Voy a esperar el cruce con sus ojos de corzuela asustada. Huelo su pelo húmedo desde acá. Tiene el olor de los vapores hondos de la selva. El olor mojado y frío que antecede la luz del sol, antes de los primeros gritos de los pájaros. Y el olor caliente de la pulpa de los frutos que los animales dejan fermentar. Veo sus labios agrietados en un claroscuro. Los párpados abultados, una tensión entre las cejas. Intuyo las pupilas dilatadas, perdidas en el iris negro de negra. Una mano a la altura de su ombligo se sostiene de una caña tan gruesa como su tobillo. Le pierdo los ojos, ¿qué mirás, negra? Se pone en puntas de pie y arquea la espalda. ¿Quién viene, negra? Deglute la oscuridad con los ojos. Apoya las plantas de los pies en el suelo y festejo el movimiento súbito de la carne. Fue breve, exacto y rotundo, como responde el cuero tenso de un tambor, como el sacudón de los músculos de un caballo que se espanta los tábanos. Da un salto. Otro. Ahoga un grito. Dobla las piernas y levanta un muslo con las manos. Lo suelta como si el peso excesivo la sorprendiera. Sale al sendero y cae de rodillas. Me estiro y alcanzo a ver el perfil de la caisaca todavía erguida. Palpo la pantorrilla: tres mordidas que laten. La negra transpira veneno y se me contrae en los brazos. ¿Cuántas veces te tuve así, negra? La expresión perdida de su cara no me parece nueva. Oigo el cuerpo pesado de la serpiente que se aleja rápido, aplastando las tacuaras muertas contra el suelo. La negra aprieta los párpados ya globosos. Los beso. Intento cargarla, pero me clava las uñas en el brazo:
Ya me ayuda a morir, patrón.
Se retuerce eléctrica. Riega la tierra con sudor frío. Tiene la boca hinchada como si hubiese besado la ortiga. Aclara lento y puedo distinguir el color rosa y joven de sus encías. Le sostengo la cabeza, siento su cuerpo cada vez más blando. En lo alto, un trozo de cielo limpio surge entre unas hojas con forma de manos monstruosamente abiertas. En ese agujero de luz puedo ver la silueta de un pájaro que marca los segundos con el movimiento pendular de la cola. Los ojos entrecerrados de la negra se pierden en ese vaivén.



lunes, 12 de noviembre de 2012

En los parlantes la identidad palpita

Hoy me traje un fernet. Vengo de ser interceptado por los rolingas acá en la esquina. Me pidieron diez pesos y el celular para un delivery de faso. Juanca está con una netbook de esas que entrega el gobierno a los escolares. Es la primera vez que lo veo con tecnología más elaborada que una radio o el televisor.
—Qué raro que te devolvieron el teléfono, flaco.
—Dijeron que era una mierda porque no filma. ¿Qué hacés con esa maquinita?
—Me la prestó una sobrina. Bajo música de internet.
—Epa, no sabía que te pusiste internet.
—El guai fai de la vecina, boludazo. Me extraña, mosca.
—¿Te dio la contraseña y ya?
—No. La adiviné.
—No jodas.
—Posta. Es separada y tiene dos hijos: el Hormiga y la Piti. Puse pitihormiga y no entró, hormigapiti y tampoco, le saqué la hache y agarró. Las mujeres ponen su fecha de nacimiento o nombres de sus hijos. No hay que ser psicólogo para saber eso. Y menos mal, porque no sé cuándo nació la boluda esta. Traé el salamín, dale.
Mejor no le pregunto cómo va a escuchar la música en el doblecasetera o en el tocadiscos del año del pedo que tiene en la pieza.
—¿Y se puede saber qué bajás, che?
—Barroco, clásico y romántico. De Bach a Chopin, ponéle. Preparo un elepé compilado para vender a los jipis y a los rolingas.
Ahora sí, no aguanto a este tipo. No sé si me está cargando o se le salió la cadena de nuevo.
—Chupala, Juanca.
—Vos porque vivís en la perplejidad del inculto. Hay crisis de identidad en el rioba; los únicos que no tienen drama son los paraguayos, que escuchan su programa de radio. Los rolingas son los más damnificados; no hay onda que no les choreen los conchetos. Tenían a Los Rolling Stones, a los Redondos... Callejeros, la cumbia, el reguetón... se sentían identificados con esas bandas; eran su sello, su cultura. ¿Y ahora? Ahora te pasa cualquier chetito, raudo en el auto de papi, con “Viejas locas” al mango. Garpan fortuna en los boliches de Belgrano donde les pasan la música que antes era propia de los marginales. El otro día desmantelaron un Suzuki Fun, ese auto maricón, y se encontraron las discografías de “Los pibes chorros” y de Gilda. No hay derecho.
—Y vos te pensás que van a escuchar la música esa porque los conchetos no la usan.
—Ni más ni menos. Ves. A veces te agarra la correa a vos, pelotudo.
Lo noto entusiasmado. Termina el vaso de un saque, y el hielo le golpea los labios. Abre una carpetita llena de archivos.
—Oí esto —increpa—. Encontré a un coso que toca las suites de Bach para laúd en guitarra.
Suena la famosa Bourrée de la BWV 996.
—Ahí tenés. Con esto van a armar un pogo acá en la esquina. Vas a ver, flaco.
No sé si estoy de acuerdo con Jotacé. Es como que está usando la música para separar clases sociales que, al menos en lo musical, ahora están cerca.
—Pero separás las clases sociales, Juanca, como que subestimás. La música esa culta que les querés encajar siempre estuvo del lado de la nobleza, no jodamos.
—¿Y decís que el que separa soy yo? Para vos una clase se diferencia de otra por tener más o menos guita. Y los marginales no son una circunstancia económica ni una cuestión de título, son cultura, vivencia e inteligencia, che.
Creo que algo capto en su nube de pedos. Parece que no quiere separar clases, sino delimitar culturas o algún delirio semejante. Hay que joderse de aguantar a este tipo. Mejor me sirvo otro fernecito y lo dejo.
—Acordate —dice— de que el tango, por ejemplo, salió del barro, de los piojosos que no tuvieron mejor chance que la de trasladar la miseria pajuerana a la ciudad, o algo así. Lo mismo pasó con los negros y el blues, y con tanta otra cosa.
—Pero el tango es mundial, Juanca, y el blues y toda la música.
—Ay, sí. Pero traéte a un negro del Mississipi y tocale un blues; lo más probable es que vomite y se pegue un tiro. Y lo mismo ocurre con los tangueros viejos; hubo suicidios cuando al boludo de Luis Miguel se le ocurrió cantar “El día que me quieras”. No jodas. Y a veces desde el rancherío es más fácil llegar a Europa que al centro, porque acá te miran enseguidita las patas embarradas estos putos, y se les para la nariz.
—¿Y qué carajos tiene que ver todo eso con la música que querés endosarle a esta gente?
—Que a veces para salir de una crisis tenés que sentirte algo que no sos, como la mujer casada.
—Ah... bueno. Pero andá a la puta que te parió, Juanca. De onda.
Veo cómo la nuez le marca el paso del fernet. Ojalá se deje de joder.
—Vos date cuenta de que la mina casada que va y se garcha a otro lo primero que dice es “ay, sí, necesitaba sentirme deseada” y toda esa huevada, en vez de decir que tenía muchas ganas de cojer.
—Ahá.
—Vos, que sos un hijo de puta, podés pensar que claro, que el tipo la desea porque, a diferencia del dorima, no la conoce.
—Ponéle.
—Y después de unos cuantos pijazos puede pasar que la mina, que antes se sentía poco menos que un guiñapo incojible, se comporte de otra manera porque se siente de otra manera, conque puede ser vista de otra manera, tanto, que hasta el forro del marido por ahí larga la birra y le echa un polvo.
—Digamos.
—Bien. Imaginate que un día ves pasar a los rolingas con Beethoven al palo en un auto afanado, o a los jipis bailando un vals acá en la esquina.
—Ojalá que te pise un patrullero, Juanca.
—Si no creés en mí, no creés en dios, flaco —me vacila.
—No te hagas el filósofo.
—¿Filosofía? —me pone su típica cara de asesino— La filosofía es como el sexo oral: una excusa febril y entretenida para mantener la cabeza bien cerca del culo.
Ahora hace rezongar el sifón, el chorro fuerte da contra los hielos recién puestos y el fernet hincha su cuerpo de espuma marrón. Oímos unos balazos y después los ladridos, no tan lejanos. También se oye mi teléfono. No conozco el número que aparece.
—Hola.
-Qué hacés, máquina. Yo.
—¿Quién habla?
-El Sapo Pepe. Me encargastes la verdura para esta noche. Te cabió.
Ahora entiendo. Tiene que ser el díler que llamó el rolinga con mi celular. Le quedó el número.
—Qué pasó —pregunto, medio preocupado.
-Se me acabó el paraguayo. Tengo Perú. Te cabe.
—Eh... No sé. ¿Qué onda? —ya que estoy, le hablo como si supiera. Juanca me clava los ojos en la nariz.
-Muy rica.
—Bueno, dale.
-Eh, es otro billete. Captás. Si te cabe.
—No me vas a caminar, Sapo —creo que debería reírme fuerte.
-No la bardiés, máquina. Te buscás otro, eh.
—Bueno. Dale.
-Salimo —concluye.


sábado, 1 de septiembre de 2012

La distancia es una mueca extraña

Acá está Juanca en el patio. El muy asqueroso tiene una laucha viva dentro de un frasco grande de vidrio.
—¿Qué hacés con ese bicho apestoso?
—Más respeto. Dicen que son más inteligentes que los perros.
—Ahá, y por eso la ponés en un frasco.
—No te da, flaco. Gracias a que martirizan a estos pobres bichos en laboratorios para hacer remedios somos siete mil millones. Los perros nomás sirven para boludeces, como lo del ruso Pávlov.
—Pero vos tenés una laucha en un frasco. No hinchés las pelotas.
Mete un pedacito de queso atado a un hilo. La laucha levanta la cabeza y mueve el hociquito. Le veo los ojitos negros. Muy diminutivo todo.
—Che, no sabés. Estuve en casa de Ana Paula —le digo.
—¿Y qué cuenta?
—Ahí anda preocupada porque tiene el casamiento de una prima y no sabe qué se va a poner, y el novio le dijo que ni en pedo va porque juega al fútbol ese día. Ah, y el loro se le tragó un carozo de durazno.
—Debería hacerlo a la parrilla a ese loro.
—No tenés alma, Juanca.
Ahora mueve un poco el frasco y la laucha se asusta, lo deja quieto y golpea el vidrio con los nudillos. Veo el hociquito palpar el aire.
—Mi abuela decía que con la comida no se jode —declara.
—¿Planeás comerte la laucha, hijo de puta? —me río.
—No. Está el caso del chancho. Viste que esos bichos tienen cara de buenos, y entonces los usan para hacer dibujos animados... para niños. Después uno ve matar un chancho y se traumatiza. Con la comida no se jode, decía mi abuela.
—Cuánta verdad.
—Mucha, flaco. Una minita de acá a la vuelta un día fue a Chascomús y vio matar un chancho; no volvió a ser la misma. Con el chancho pasa parecido que con los chinos.
Se levanta y va a la cocina. Oigo que revuelve los cajones. Viene con tres chapitas de cerveza y un broche de madera. Mete todo en el frasco.
—Vos viste, flaco, que a uno le encajan la idea del chino desde chiquito. Mucho Kung Fu, Bruce Lee, Jackie Chan, Sun Tzu…, y uno se encariña con lo de ser chino.
—¿Y se puede saber qué tiene que ver eso con el chancho, che?
—Boludo, que acá para ver a un chino o un chancho tenés que ir al supermercado o al restaurante. Claro que lo del chancho es más dramático. Vos fijáte que esta minita de acá a la vuelta ahora es vegetativa.
—Vegetariana, Juanca. Vegetariana.
—En coma, flaco. La agarró un bondi. Ojos que no ven, corazón que no siente. Los chinos y los chanchos parecen seres humanos.
Gira el frasco sobre la base y podemos ver la cara de la laucha. Yo sigo sorprendiéndome por la manera de mover el hocico. Es raro ver uno de estos bichos de cerca.
—Los chinos tienen la distancia en la cara —dice.
—Chupala, Juanca.
—Vos entendé que si ves por la calle a un, no sé, italiano, ponéle, no ves la diferencia, la distancia; si te cruzás con un chino enseguidita sabés que es asiático y, por lo tanto, que es de lejos. La distancia está en la cara. Y lo mismo pasa con estos bichos: el perro para nosotros es más cercano que la laucha.
—¿Y qué querés decir con toda esa pavada? —a veces me pone nervioso este tipo.
—También está en la voz, flaco.
—Claro, Juanca. Por eso se inventó el teléfono.
—El teléfono no es lo que era. Ahora sirve para jugar al Tetris y mirar pornografía. Ponéle que el italiano que te dije habla; ahí te das cuenta de la distancia. Mirá esta laucha y decime si no te resulta más lejana que Lassie, esa perra alcahueta que no solo está lejos en espacio sino en tiempo. La distancia está en uno. Un puente no une los márgenes del río sobre el que se extiende.
La laucha intenta acovacharse bajo las tapitas; sospecho que no aguanta más a Juanca.
—¿Y a qué distancia estamos del fernet? —lo acoso.
—Dos cosas definen al hombre, flaco: lo material, que vendría a ser el mundo como fuente de posesión, y lo inmaterial, que es la distancia. El humano vive en las cosas y en la distancia que lo separa de ellas. Lo demás son perendengues.
—Todo bicho que camina va a parar al asador —me le río.
—Ahí está. Los animales no tienen cosas ni viven la distancia.
—No jodas, Juanca. Los animales andan de aquí para allá y tienen la libertad.
—Eso es poesía, flaco. No viven la distancia en espacio ni en tiempo, tampoco la muerte. Nada vas a encontrar de esta laucha que no esté en ella. No podés separar a la humanidad de sus cosas, de su cultura; es como si te dijera que un hombre sin teléfono no es un hombre o que un esquimal sin abrigo no es un esquimal. Todavía no sabemos qué hacer con la libertad, flaco, y es lógico, porque gran parte de nuestra identidad está fuera de nosotros. La avaricia pasa desapercibida, y fijáte que si no fuera por la distancia no existiría el deseo.
Chau. Se está volviendo jipi. Ya lo veo con la guitarrita cantando “solo le pido a dios” en la estación.
—¿Y qué hacemos con toda esta cuestión, che? —pregunto, con un poco de miedo.
—Vos andá a comprar dólares, boludazo.
—No. Pero, posta. Todos saben que el ser humano es cuerpo y alma y listo. Al final vos sos más complicado que los católicos, che —le digo.
—Eso no corre más porque, aun así, a nadie importa que el alma sea inmortal si no puede llevarse un plasma al cielo, ponéle. El alma sería la distancia que nos separa de las cosas, de las cosas que irremediablemente se van adueñando de nosotros. Vos en la vejez vas a ser un lavarropas, flaco. Al menos en la alienación serás útil en algo.
Ahora tocan el timbre, por suerte.
—Uh, ahí vino el Lágrima —aclara.
—¿El de Banfield?
—El mismo.
Aparece un monstruo que tiene una gota grosera tatuada en la mejilla. Me saluda con una especie de bramido breve.
—Acá la tenés —le dice Juanca.
El monstruo se pone tenso, pega los brazos al cuerpo como si le hubieran hecho cosquillas en los sobacos y manteniendo distancia intenta apreciar el contenido del frasco.
—Dale, boludo. No hace nada —lo azuza Juanca con el frasco.
—Tomatelá, hijo de puta. No me la acerqués —se cubre el Lágrima la cara con una enorme mano y espía por entre los dedos.
—Veinte pesos —avisa Juanca.
El gordo gruñe y parece meditar un poco.
—Está bien comida y mirá, estuvo haciendo ejercicio con estas chapitas de Quilmes.
Juanca saca las cosas del frasco y deja la laucha. El otro retrocede unos pasos.
—¿Veinte pesos? Muge el Lágrima.

—Ni más ni menos.
—¿No se sale?
—No, boludo —responde Juanca con cara de asesino.
—¿Y no tenés la tapa?
—No. Si la querés con tapa, son veinticinco pesos.
—Eh, gato, rescatate un poco —dice el gigante.
—Llevatelá así y no jodas —concluye Juanca.
El Lágrima paga, agarra el frasco con las dos manos y estira los brazos hacia adelante. Gira la cabeza como para no tener que mirar la laucha mientras va hasta la salida. Oigo que se tropieza con los muebles y que Juanca lo putea.
—¿Y para qué quiere una laucha el coso este? —pregunto.
—Los rolingas, flaco. Parece que reventaron una veterinaria y le vendieron un pichón de pitón al Lágrima. La laucha es la comida.
—O me parece a mí o estaba todo cagado el gordo.
—La distancia, flaco, para algunos es inmanejable. Así está el mundo. Traé el fernet, dale.

jueves, 19 de abril de 2012

Cuatro ebrios

De la decena de obreros que se habían quedado a la cena luego de una ardua jornada solo ellos permanecían en el terreno entre los vestigios del asado. Bebían sentados junto al fuego. Cáceres se distrajo con las nubes que pasaban bajas. El viento hacía chirriar el maderamen y las chapas de la obra. El Sereno reparó en la mirada alta de Cáceres.
—Era una noche como esta —dijo por fin el Sereno—. Hace unos cuantos años un tipo vino a matar a mi hermano porque se avivó, por su propia mujer, de que el hijo de ella, su hijo, era de mi hermano y no suyo.
Cáceres dejó las nubes y auscultó en la cara huesuda y roja del viejo. El Nene alimentó la fogata con unos palos.
—Vino desde Bahía Blanca en un Citroën 3CV, con un revólver en la guantera —continuó el Sereno—. Totalmente mamado venía.
—¿Qué dice, viejo? —interrogó el Nene, y buscó en el rostro de Cáceres alguna señal que explicara el surgimiento repentino de las palabras del otro.
—Como ahora, Cáceres; un cielo frío con nubes rápidas —explicó, sin reparar en el gesto de sorpresa del joven.
El fuego iluminó a los hombres crecido de súbito. Cáceres agarró el cartón de vino y sirvió su vaso de plástico. El Nene se restregó la nariz con la manga mugrienta del pulóver y extendió la mano con el vaso vacío en dirección al otro. Luego moqueó fuerte mientras Cáceres escanciaba casi con solemnidad, con cierta solemnidad usual de las cosas de los ebrios. Ambos bebieron, y el Sereno estiró los brazos en dirección a las llamas a fin de calentarse.
—Y mirá que tenés tiempo para pensarlo, eso de meterle un tiro a alguien... En un viaje tan largo tenés tiempo de pensar bien lo que vas a hacer —dijo el viejo.
—Pero dios lo perdonó... —interrumpió Cáceres.
—Sí... Dios perdonó a mi hermano —musitó el Sereno—, pero dios cobra los favores.
El Nene sintió el aislamiento al que era sometido acaso involuntariamente (esto no lo pensaba) por los otros. Pensaba, sí, que era el más joven, y suponía (en otros términos) que aquella brecha temporal lo separaba de esos hombres. Entonces, con la torpeza del vino a cuestas, eligió una vara de hierro y se puso a acomodar las brasas. Ahora recordaba que hablaron de cielos y de nubes rápidas; miró hacia donde la noche intentaba hacer estrellas y, en efecto, la luz resbalosa de la luna menguante delataba el vuelo firme de grises manchones. También hablaron de un viaje; imaginó una ruta desierta y el chiflido del viento, pensó en un auto que solo había visto en fotos viejas rojo, algo anaranjado, con el techo de lona; colocó a un asesino al volante; evocó al hermano mayor, el que ni en sueños moriría porque además lo había hecho tío de un niño al que él mismo amaba con la fuerza que merece lo más frágil e indefenso de la sangre propia.
—Le gatilló cuatro veces, parado cara a cara y en la puerta de la casa —dijo el Sereno.

—Pero el revólver no servía —volvió a interrumpir Cáceres.
—Era de la guerra, un pedazo de fierro viejo; ¡no se había usado nunca…! —declaró el Sereno. Luego se incorporó con esfuerzo y caminó rumbo a la casilla lento y sin despedirse. Los otros dos lo vieron esfumarse en la penumbra del chaperío.
—¿Qué le pasa al viejo? Se fue sin terminar, ¿no? —indagó tímidamente el Nene.
—Vos porque no estabas las otras veces. Siempre cuenta lo mismo cuando está picadito. Termina que el chabón nunca volvió a Bahía Blanca —respondió Cáceres, esta vez con una sonrisa fraterna.
El Nene intentó tallar un corazón en el suelo con el hierro todavía caliente, en esa tierra ya demasiado endurecida por la pedantería de la maquinaria, por el paso del cemento y por el obrar de los hombres.