viernes, 9 de septiembre de 2011

La realidad es una mancha en el espejo

—Hola, Juanca. ¿En qué andás?
—Acá, flaco. Contemplando una naturaleza muerta.
Está sentado a la mesa sin hacer nada, lo cual es muy raro. No entiendo a qué viene eso que dice.
—¿Una naturaleza muerta?
—Vos no sabés nada de arte, flaco. Mirá.
Me señala con los ojos el televisor, que está apagado. Tiene el control remoto sobre la mesa.
—No jodas, Juanca. El televisor no es una naturaleza muerta, hijo de puta.
—Boludo, los antiguos llamaban naturaleza a lo que se manifiesta de las cosas. El ser humano se manifiesta según la pantalla. Un televisor apagado es una naturaleza muerta.
—¿Querés que haga unos mates o traigo el fernet? —Le digo esto porque ya veo que está insoportable.
—Nada. Dejá ahí. Hace tres días que me paso la tarde mirando el televisor.
—¿Apagado?
—Apagado.
—¿Llamo a algún especialista, che? —Se lo digo con onda. Me río.
—No jodas. Odio a la gente que cuando no sabe qué hacer se pone a tomar mate. Además esto de la naturaleza muerta me pone en una encrucijada.
Sé que está esperando que lo interrogue al respecto. Y yo que venía a hablar de fútbol y tomar un fernet.
—A ver.
—¿Qué pasa cuando un tipo mira un televisor apagado?
—Es un pelotudo de exposición, Juanca. Yo no se lo voy a contar a nadie, no te hagás drama.
—La televisión manifiesta la humanidad. Ponerse frente a un televisor apagado, dependiendo el ángulo, refleja al espectador. Mirá, ¿ves? Estamos en la pantalla. El hombre vive en la máquina, como lo del féisbuc.
—Che, está un poco fresco afuera, ¿no cierto?
—No te hagás el pila, flaco. Lo loco es que uno mira televisión para, ponéle, encontrarse en la programación y, justito cuando no hay nada, cuando el aparato está muerto, aparece uno mismo en la pantalla.
—Por eso debe ser que se inventaron los televisores de plasma, Juanca, para que los autistas no se vieran en la pantalla. No reflejan, viste. Tenés que modernizarte.
—Yo no sé cómo a alguno de estos artistas modernos no se le ocurrió pintar a un tipo mirando un televisor apagado y titularlo Naturaleza Muerta. El tongo estaría en que el espectador se ponga a pensar si la naturaleza muerta es la del aparato o la del tipo.
Chau, ahora sí que estoy jodido. Ya me veo que se va a poner a despotricar contra la televisión y los medios, los periodistas, los poetas y los psicólogos, y terminará diciendo que son unos pelotudos de mierda que para hacer una O tienen que sentarse media hora sobre el chorro caliente de un bidet.
—Pero la televisión educa a la gente, Juanca. —Le prendo la mecha; me mira como si le hubiera apagado un cigarrillo en la cabeza, agarra el control remoto, me apunta a los ojos y aprieta varias veces un botón.
—¿Educación? —arranca— Nadie sabe bien para qué carajo sirve, pero pretenden encajársela a todo el mundo, viste, como la vacuna de la polio y el celular.
—No jodas, Juanca. En la educación está el futuro, dicen los políticos —me río.
—Yo creo que con educación no se arreglan las cosas.
—Eso es una boludez. Sin educación todos somos analfabetos y nadie hace un carajo. Dejáte de joder.
—No hablo de eso. Te ponen la educación como si fueran a salvar el mundo, mientras que no hay que ser muy lúcido para darse cuenta de que con eso no hacemos gran cosa. Se confunde la educación con la instrucción. Vos fijáte que cualquier corrupto es universitario. Si la educación pudiera mejorar la calidad de vida de la sociedad, no existirían los criminales con título a no ser, claro está, que para vos la maldad y la corrupción no sean un obstáculo para el verdadero progreso colectivo.
—Y entonces, ¿qué hacemos, Jotacé?
—Hay que inventar una realidad inteligente; tal el propósito de las religiones.
Me quedo callado. No sé si lo que acaba de decir es una pelotudez o realmente tiene una idea. De todos modos, tengo ganas de tomar un fernecito.
—¿Y qué carajo es eso, che?
—A ver. Vos fijáte que la realidad genera conciencia. Cuando uno se educa aplica la inteligencia a cierta realidad que la educación forma, uno incorpora esa realidad y obtiene cierta destreza, cierta habilidad intelectual; por ejemplo, si todos estudiáramos periodismo o filosofía, no habría nadie capaz de saludar con una mano y respirar al mismo tiempo, ponéle.
—Sí, Juanca, pero hay muchas realidades distintas.
—Claro, qué vivo; mirá vos qué ocurrencia. Por eso es que especulamos enseguidita que un arquitecto es más educado que un albañil.
—No te entiendo. ¿Ya puedo ir a buscar el fernet?
—No. Podría decirse que la realidad que generan el albañil y el arquitecto es una, digamos una casa. Ambos dirán que esa casa es su trabajo. Pero nuestra sociedad se jacta de producir arquitectos, luego contadores y abogados para los arquitectos; y televisión para albañiles, amas de casa y oficinistas adictos al tuíter.
—Vos discriminás, Juanca. Pensás que un arquitecto o un abogado no ven las idioteces que pasan por la tele, y que los que las miran son incultos, ¿no cierto?
—No. Yo digo que, frente a la misma programación pedorra y hecha para pelotudos, el uno ve una realidad y el otro, otra. Una realidad común, inteligente, sería menos difusa. Hay salamín y queso, flaco.
Menos mal que se acordó. Voy hasta la heladera y demoro un poco para que cuando vuelva a la mesa se haya olvidado de ese chamuyo aburrido.
—Está el caso de Arielito el taxista —me dice.
—¿Qué pasó?
—La mujer, flaco. Parece que era muy celosa y un día alguna amiga le dijo que para saber si su marido la engañaba tenía que fijarse en el semen. Cagáte de risa.
—Epa, Juanca. Me dejás frío.
—Le dijo que el semen que hace rato que está es espeso, mientras que el producido recientemente es más líquido. Entonces, si el tipo viene de garchar, ya te imaginás cómo será.
—Y… líquido.
—Líquido. La mina no tuvo mejor idea que hacerle petes. Arielito llegaba a cualquier hora y la jermu lo peteaba para comprobar la consistencia. Todo esto sin que él supiera el verdadero motivo, claro.
—Uh, mirá vos. Qué bueno, ¿no?
—Muy, flaco. Vos imaginate que, para el que viene de laburar doce horas, es menos cansador el pete que garchar. Arielito le era fiel, después de todo.
—Bueno, bien ahí, Juanca.
—No tanto. Es ingenuo pensar que de algo mal encarado pueda resultar buena cosa. La mina no cojía nunca de tan ocupada que estaba en controlar al marido. Un mal día se fue a la mierda. Dos realidades distintas, flaco.
Ahora levanta la botella de fernet y la acomoda de manera que pueda verla en el televisor. Está serio y pensativo.
—A veces la veo acá en la esquina. Viene con un par de vinos a garcharse a los rolingas. El otro día apareció Arielito a llorarle para que volviera.
—Una historia de amor, Juanca.
—El que se quema con leche ve una boca y llora, flaco.
—Una vaca. Una vaca.
—Vos no agarrás una metáfora.
—No jodas, Juanca. Querés hacerte el vivo.
—Una realidad inteligente bien podría ser la que construyen los amantes verdaderos.
—Los swingers, Juanca —me río.
Se pone de pie, se agacha de espaldas al televisor, se baja los pantalones y los calzones, e intenta que el culo aparezca en la pantalla. Veo el culo peludo y feo de Juanca en la tele. Me cago de risa.
—Los poetas y los científicos son incapaces de hacer realidades sin valerse de metáforas, flaco; así está el mundo —me dice, doblado con las mejillas cerca de las rodillas.

jueves, 23 de junio de 2011

Anoche


Enciendo una hornalla. Abro la celosía y lo veo: la paloma dálmata está sola. Más arriba, en la ventana de la pareja, veo la persiana baja y me parece algo antipático. Lleno la pava tratando de no mojarme las manos. Saco el queso de la heladera y aprovecho para hacer un control de lo que tenemos: nadie tocó el jamón crudo. Bien. Pongo a tostar el pan integral de ayer. Mientras esto se hace, apoyo el queso sobre la tabla de quebracho crudo y lo separo con un cuchillo de su cáscara enharinada. Siento el ardor en las rodillas por primera vez en el día (acabo de levantarme) y sonrío con el recuerdo: anoche cogimos en el piso, sobre la alfombra, porque no queríamos hacer ruido. Voy a aguantar algunos días sin usar pollera. Pongo la yerba en el mate y lo sacudotapándole la boca con la mano. En la palma me queda un círculo verde opaco. La parte secreta de mi ritual del mate: chupo generosamente el culo de la bombilla y lo hundo en la azucarera. Los granos de azúcar se adhieren gracias a mi baba y esto hace que la yerba gane un dulzor justo –desde adentro, de fondo– y no se tape. Introduzco la bombilla en las tripas flojas de la yerba. Unto algunas rodajas de pan tostado con el queso y otras con dulce de zarzamora. Mis amigos van a poder elegir entre el queso importado y el dulce silvestre. Afuera la paloma dálmata recibe a una compañera gris, vulgar, de plaza. Mi paloma dálmata le picotea algo en la nuca y la otra se deja. Me cae muy bien la dálmata. La persiana de la pareja está levantada por la mitad. No se ve nada salvo el blanco ensombrecido de la cama. Muy rara vez veo pedazos de algún cuerpo, generalmente el cuadro es el contorno de cuatro pies quietos. Pongo las rodajas listas en la bandeja que llevo hasta el comedor tratando de no hacer ruido. Veo a mis amigos durmiendo en el sofá cama. Él tiene el torso desnudo y duerme de espaldas a ella. Ella tiene la cabeza apoyada en la nuca de él, con la cara torcida y la boca inflamada. Estoy cien por ciento segura de que anoche no cogieron por respeto a nosotras. O por falta de comodidad. En todos los casos, pienso, la falta de respeto y consideración hacia su sexo fue nuestra. Vuelvo a buscar el mate y veo una mosca en un plato, sorbiendo un raspón de mermelada. A que no la atrapo, pienso. Agarro un plato limpio y lo invierto encima del otro, formando una especie de cúpula para la mosca. Fui rápida y la mosca quedó adentro. Puedo escuchar cómo se golpea contra el techo que se le apareció. Levanto con cuidado los dos platos sin separarlos. Es como una nave espacial. Pongo la nave en la pileta, en forma vertical, y abro la canilla. El agua se las rebusca para entrar por el espacio ínfimo que hay entre plato y plato. Ya se ahogó, pienso. Separo los platos para ver y la mosca sale volando. Me cagó. Me cagaste, pienso, y la miro: ahora es un punto negro en el techo. Me cae bien por haber sobrevivido a mi trampa y ya no tengo ganas de matarla. Afuera la paloma gris se fue a otra ventana y mi paloma dálmata se quedó sola. Dálmata y sola, como siempre. Voy al cuarto. Abro apenas la persiana. De golpe lo tornasolado de la tela gris se chupa la luz que entra y el cuerpo de mi novia destaca su relieve bajo la sábana. El efecto es éste: parecen músculos bañados en un petróleo mantecoso y frío. Hundo los dedos en el petróleo y le siento la carne de la espalda. La tela cede al movimiento como un aceite. Un fueguito involuntario empieza a metérseme desde abajo, no por tocar el cuerpo de ella, sino por haberme detenido tanto en la textura de mis sábanas nuevas. Me concentro para apagarlo y lo logro, pero ya escurro, muy por dentro, unas gotas de magma. Voy a ignorarlo. Estoy ignorándolo. Trepo horizontalmente hasta llegar a la oreja y mi idioma especial para hablarle dormida se enreda en su pelo tibio. Sin embargo el mensaje llega y ella responde, todavía desde el sueño, un ya voy. Me desprendo. Abro el placard y me visto. Me arden las rodillas peladas al roce con el pantalón, así que a la mierda, pienso, y busco la pollera de ayer. Debe estar hecha un bollo por algún lado pero no la veo. Encuentro la pija de goma. Me da risa porque anoche jodíamos los cuatro con el tema de las pijas de goma. Inventamos una canción de una mina que aconseja dejar al marido y comprarse una buena pija de goma. Es la melodía de la canción de Serú Girán, que habla de la nena de goma, o sea la muñeca inflable. Es gracioso porque no te venden hombres inflables, lo que venden es solamente la pija. En cambio si querés comprar conchas solas no se puede, te venden un cuerpo entero de mujer para inflar que viene con un par de agujeros. Es más, cuando vas a comprar tu pija hay de diferentes formas y tamaños, en cambio los agujeros-concha de las muñecas inflables son todos iguales y ni siquiera se esmeran en simular los efectos de una concha de verdad. Moraleja: todos tenemos que tener una pija porque es un objeto útil para cualquier práctica, en cambio la utilidad mayor de la concha es para consigo misma. Voy a hablar de esto ahora en el desayuno. Voy a arrancar preguntando si ya habían pensado que no todos necesitan conchas pero que sí todos necesitamos pijas. Encontré la pollera. Mi novia ya se sentó y está tomando fuerzas para levantarse. Voy al baño antes de que mis amigos me vean con la cara sin lavar. Veo de reojo que cambiaron de posición. Me encierro. La cara en el espejo me gusta, estoy más despierta de lo que creía. Me lavo, me peino con los dedos. Empiezo a sentir hambre y eso me pone de buen humor. Me pongo desodorante. Estoy por salir pero me acuerdo de mear para no tener que levantarme al segundo mate. Algo en el inodoro me altera de golpe. Es un pequeño sorete deshecho por el contacto con el agua. Lo miro unos segundos, sin razón, y tiro la cadena. Sigo presionando el botón varios segundos después de ver que la mierda ya se fue. Me siento y meo. Meo, meo. Estoy meando. Me pregunto de quién era ese soretito. De Paula no puede ser. De uno de estos dos roñosos, seguramente, porque de Paula no puede ser. No podés no darte cuenta, pienso. No sé de quién me daría más bronca. Si es Paula, si Paula lo hizo a propósito por algo, va a tener que decírmelo. Me río: estoy pensando idioteces, Paula no puede ser. Despido a mi primer meo del día. Respiro. Me miro a los ojos en el espejo y salgo. Ahí los veo a los tres. Están reunidos alrededor de la mesa. Acostumbran las sillas a sus culos recién levantados. Ceban mate. Lo chupan. Se comen las tostadas con queso importado o dulce silvestre y hablan con la boca llena, cada uno en su lengua profunda de dormir. Me ven. Me invitan como si nada. Ahí voy.


viernes, 20 de mayo de 2011

Habeo ergo sum

Ahora Juanca tiene un cuaderno Gloria y una birome sobre la mesa. Creo que algo raro le pasa, pero no me animo a preguntar.
—Flaco, andá a buscar el fernet, la soda, los vasos y la cubetera.
—¿Estás por escribir algo?
Gira la cabeza, me mira y se rasca el mentón.
—¿Te acordás del Lágrima?
—No, Juanca.
—Dale, boludo. El Lágrima, el gordo de la hinchada de Banfield.
—…Uh, sí. Me acuerdo de cuando se bajó del 2CV acá en la esquina y amenazó a los rolingas con un matafuego por un asunto de mujeres, ¿no cierto?
—El mismo. Los rolingas lo respetan mucho, y a su novia.
—A la novia.
—Sí, flaco. Esa loca a tres se garchó y a tres les reventó la cabeza con el matafuego. Nadie quiere hablar de eso. Ahora dicen que tiene un tuíter y ya no aparece por el barrio. Te digo más, creo que los rolingas ven un matafuego y van hacia el fuego como la mariposa.
—¿Se hizo un tuíter? Mirá vos.
—Parece que por ese medio puede aterrorizar a más gente, flaco. Viste cómo es esto del internet; todo está conectado, como eso del efecto mariposa.
—Ah, vos decís lo del aleteo que genera un tornado en otro lado, ponéle.
Lo dejo y voy a buscar lo que pidió. Me parece que se está haciendo poeta o algo así. Me preocupa.
—La otra vez había una cucaracha en la pieza —dice—. Se movía raro. Pensé que estaba aturdida por el flit que echa el vecino, pero no. Parece que el terremoto de Japón perturbó a la cucaracha de mi pieza.
Ahora se sirve el fernet y putea porque le cayó una gota sobre la hoja del cuaderno. No me animo a espiar lo que escribe y temo estar interrumpiéndolo.
—¿Y qué escribís?
—Menos pregunta dios y averigua.
Mira el cielorraso con la birome en la mano. Nunca lo había imaginado así. Pienso en esas cosas jodidas que uno cree que no pueden pasarle; no sé, darse un palo con el auto, ser rehén en un choreo, pegarse el sida, hacerse poeta o periodista. Vaya uno a saber cuán complejo es el estado de Juanca.
—Lo que abunda es barato, flaco.
—¿Estás haciendo un ensayo, che?
—No. Pero vos fijate que la información se está volviendo no solo barata sino pedorra, viste, como las zapatillas truchas.
—¿Y cómo es eso?
—Internet. Te enterás al mismo tiempo del casorio de una pendejita actriz y un cantante canadiense, de que los franceses quieren liberar Libia y de que tu tía se compró un gatito siamés.
—Bueno, eso es gracioso. Ahora los gringos mataron a Bin Laden.
—Claro, tan gracioso como que te hagan cargar cuatro bolsas de cemento para construir nada. Y no me fío de una sociedad que se vanagloria de haber matado a un hombre, y menos que menos si ocultaron el cuerpo, viste, como hacían acá los milicos.
No entiendo a dónde quiere llegar con esta charla. Sospecho que puede estar enamorado.
—Es raro —sigue— que en internet te obliguen a enterarte de las noticias. Cerrás el mail y te mandan a leer de un perro que salvó a un niño jamaiquino de morir baleado por un mono, ponéle.
—Pero vos no usás internet, Juanca.
—Tampoco uso lanzagranadas y si querés te dibujo uno ahora mismo. La cosa está en la pertenencia, flaco; el hombre es lo que tiene. Te digo más, el hombre es un derivado del petróleo. Pará.
Se pone a escribir. Ahora que no hablamos me doy cuenta del silencio. Sospecho que Juanca pudo haber leído algún panfleto comunista, lo cual no sería tan grave, después de todo.
—Vos fijate, flaco, que hasta el tipo que trabaja dice tener trabajo, como si el trabajo no lo tuviera a él en realidad. Ya nadie distingue entre sujeto y predicado.
—Pero vos no trabajás, Juanca.
—Tampoco preñé a nadie y te tengo acá de hijo bobo. Yo respeto lo aborigen de estas tierras; los indios, flaco.
—¿Qué hay con los indios?
—No tenían la cultura del trabajo.
Se pone un poco tenso; se le endurece la mandíbula, se hurga las orejas con el capuchón de la birome y después se lo lleva a la boca. Anota algo en el cuaderno.
—Pero la economía capitalista maneja el mundo, che.
—Cada ser humano es único, flaco, como esos ventiladores chinos; el mundo existe como lo que pertenece; el hombre fabrica su naturaleza con lo que tiene, entonces no puede no ser él mismo una tenencia. Un tipo tiene esposa, hijos, perro, auto, trabajo porque él es marido, hijo, perro, chofer y trabajador.
—¿No te estarás juntando mucho con los jipis?
—Los jipis son adolescentes, flaco. El problema del adolescente es que no tiene; por eso jode. Cuando empieza a tener, deja de joder y deja la adolescencia. Los indios veían lo sublime en la naturaleza. Para nosotros la naturaleza está para ser usada, como nosotros mismos. Es un círculo viciado.
—Vicioso, Juanca. Se dice vicioso.
—Viciado de pelotudez, flaco. No hinchés los huevos. Digo que la tenencia aplaca la discordia.

—Ah, ya veo. Vos proponés la anarquía y que se vaya todo al carajo.
—No te da, flaco. Sos como esos rockeros pedorros que se bardean los de la platea y los de la popular en un recital, siendo el enemigo lo que mantiene la adrenalina; que vayan a la cancha. Calláte.
Ahora escribe de nuevo. Pienso que puede estar haciendo la lista de los mandados.
—La cosa pierde su esencia —arranca—. Lo de ahora es como la comida de astronautas.
—¿Y eso?
—Claro, flaco. Te ofrecen galletitas con gusto a pizza como si la esencia de la comida estuviera en el gusto.
—No, Juanca. Lo que te ofrecen es el sabor porque vos no podés ir en bondi comiendo pizza, pero sí galletitas, ¿viste?
Se fastidia y da un trago fuerte al fernet. Escribe algo y me mira con cara de asesino.
—Te ofrecen el reemplazo. Tu mujer ahora no puede estar cojiendo con vos porque vos estás acá hablando pelotudeces, entonces debe estar cojiendo con el vecino o con una pija de goma. Y, ahora que lo pienso, vos sos bien factible de ser reemplazado por una goma, gomazo.
—Vos no tenés corazón, Juanca. La esencia de la relación de pareja está en el amor.
—La esencia del humano está en lo que tiene. Por eso decís “mi” pareja. No existiría la muerte de no ser por la desesperación que implica una pérdida. La sociedad surge más por el miedo a no tener que por la eficiencia en la producción. La nada es una nube de pánico. Uh, ya casi termino.
Me da miedo Juanca. Sospecho que está escribiendo una nota suicida.
—Eso es lo lindo del fútbol, flaco: que hace posible que la pérdida se diluya en la adrenalina de la derrota. El hincha entra y sale de la cancha con las manos vacías.
—¿Terminaste de escribir, Juanca?
—Sí, un cántico que me encargó el Lágrima para la última fecha, viste, Banfield contra San Lorenzo. Si le saca alguna ideíta me garpa con dos kilos de asado y seis chorizos.
Me causa ternura que haya utilizado la palabra cántico. Ahora me da el cuaderno para que lea y se sirve más fernet con soda. Dice así:
De la calle saco el faso / el rock, el vino y las putas / me cuido bien de la yuta / y agito por el Taladro.
En Boedo se comenta / que el ciclón está cagado / hoy se le corta la leche / denuncia al supermercado.
Cuando vayas al descenso / llevá al Globo y al Gallina / así les hacen descuento / para comprar vaselina.

martes, 1 de marzo de 2011

En la sobreabundancia de lo oscuro cunde

Domingo, doce y media de la noche. Bueno, en realidad es lunes. Pasa que con Juanca nos morfamos un asadito y la sobremesa se ha hecho larga. Ahora dispone una especie de campana, cables y algunas herramientas arriba de la mesa.
—Un megáfono, flaco. El otro día hubo un incendio acá a la vuelta. Los rolingas se lo hicieron a los bomberos.
—¿Y qué vas a hacer, Juanca?
—Lo arreglo. Quince pesos. Uh, ahí viene Dieguito.
En efecto, escuchamos la cerradura electrónica de un auto y luego el timbre.
—¿Qué hace a esta hora?
—Viene de laburar, flaco. Escondé el fernet.
Diego saluda y se sienta a la mesa. Trajo algunas cervezas frías. Juanca vuelve a su megáfono.
—En este país son todos unos pelotudos, flaco —arranca Dieguito—. Vos fijáte que nadie hace un carajo. Yo vengo de la empresa.
—No sé, Diego. Juanca arregla un megáfono.
—Es mejor el primer mundo. Yo me avivé cuando estuve en Inglaterra. Los ingleses tienen ojos de perro, no tienen emociones en la cara los hijos de puta.
—¿Y las inglesas?
—Me hice amigo de una pareja de lesbianas, flaco.
—¿Y para qué querría uno hacerse amigo de unas lesbianas?
—Para hablar —interrumpe Juanca—. Este pánfilo es capaz de comprarse una muñeca inflable para contarle sus pelotudeces.
—Yo me las cojí, flaco. No son como las lesbianas de acá.
—Las lesbianas de acá deben ser lesbianas.
—En este país nadie coje, che. Es muy católico todo esto. En Perú una vuelta me pegué la gonorrea. Ya ves, lo que no mata fortalece.
—Y lo que no muere aburre —dice Juanca.
Dieguito estudió algo de filosofía. Después de unas cervezas se vuelve insoportable. Tengo miedo por Juanca, que suele ponerse nervioso.
—Mirá cómo terminaron los griegos por putos. —Ahora Juanca le mete una fichita. Está de buen humor, parece.
—Platón era un pelotudo, Juanca, dejáte de hinchar las pelotas. Tenía razón Protágoras —le dice.
—¿Y por qué tenía razón? —pregunto.
—Porque decía que uno es la medida de todas las cosas. Ves este vaso de cerveza; si yo te digo que está vacío, está vacío. —Dice Diego.
—Pero no está vacío. Tiene cerveza.
— Decíme una cosa, flaco, ¿te la vas a tomar?
—Y… no. No.
—¿Viste? Entonces este vaso, para vos, está vacío.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—No entendés. Sócrates, Platón y esa manga de chetitos lo pasaban pensando huevadas y nunca arreglaron las cosas. Se habrían pasado horas discutiendo lo del vaso de cerveza. Que las ideas, que la política, que la belleza, que la música y que cualquier pelotudez. Pero venía Protágoras a enseñar a la gente las cosas útiles, las cosas con las que los otros haraganes no se iban a molestar. Hizo mucha guita el coso este.
—¿Y Aristóteles?
—Mh, jodido, che. Por un lado parece como que tiene un poco la cosa, ¿viste? Pero no me fío de un tipo que anda con los bichos y con la política al mismo tiempo. Qué querés que te diga.
—Una golondrina no hace verano, Dieguito.
—Este coso decía que las abejas son sordas. Los griegos debían ser como los ingleses: miradas de perro y sin emociones. No como los chinos.
—¿Y cómo son los chinos?
—Saben fabricar megáfonos —dice Juanca.
—Una vez me cojí a una china. No le entendí un carajo, viste, pero me la cojí. Ahí te das cuenta de que el sexo no tiene explicación.
—Eso habrá pensado la china. No tienen ojos de perro los chinos.
—No, flaco. Las chinas maúllan cuando cojen, no sé, como si estuvieran cantando. A veces escucho la sirena de la ambulancia y me acuerdo de la china.
—¿Te la cojiste en el hospital?
—Sos tarado. El gemir, flaco: ñiñiiiiiiiiii.
—Ñiñiiiiiiiiiiii.
—Un poco más cariñoso: ñiñiiiiiiiiii.
—Es que no me cojí a una china. Lo mío fue comprar un sánguche de salame en el mercadito. Ñiñiiiiiiiii.
—Va queriendo, flaco. ¿Ves que cuando ponés onda te sale?
—Parecen retardados mentales. Alguno me alcance el soldador y el estaño.
Creo que Juanca se está enervando. Mejor que nos pongamos serios.
—Bueno, la cosa es que los griegos son la cuna de la civilización —propongo.
—Fueron como el dinosaurio de Monterroso, pero casi —dice Juanca y nos sorprende.
—¿Y cómo es eso? —pregunta Diego.
—La diferencia es que cuando despertaron ya no estaban ahí. Manga de inútiles. La civilización sigue durmiendo en la cuna, cagada y meada. ¿Qué hora es?
—Dos menos cuarto —contesto.
—No, Juanca. El mundo avanza en todos lados menos en este ispa —dice Diego—. Acá no hay futuro. En Europa todo el mundo paga sus impuestos, nadie pasa en rojo.
Juanca se levanta y empuña el megáfono. Camina hasta la pieza de adelante y desaparece unos minutos. Dieguito me dice que el Louvre es imponente y que una francesa se la chupó en un callejón. Juanca vuelve a la mesa con las manos vacías, se sienta y termina el vaso de un trago.
—Mi futuro es un enano vicioso que muere por un pucho, Dieguito, y lleva un balde con nafta en la mano. —Dice Juanca.
—¿Ves? Ahí tenés —contesta—, si vivieras en Holanda no pensarías eso.
—Seguro. Estaría ocupadísimo pensando en cómo conseguir un fernet en ese país de mierda. Apaguen las luces.
Quedamos a oscuras. Juanca prende el encendedor y nos lleva a la pieza, que está iluminada por una vela. Por la ventana se ve la calle desierta. Puso el megáfono en una mesita con un doblecasetera al lado.
—Los antiguos creían que en la voz vivía el alma de un hombre —dice Juanca mientras enciende el megáfono—, los modernos viven el alma en lo desgarrador de las alarmas.
Ahora deja la vela en el piso y cierra las cortinas. Dieguito y yo estamos sentados en la cama.
—Yo que ustedes me taparía los oídos —advierte, y pulsa el play del doblecasetera.
Hay veinte segundos ensordecedores de una sirena terrible de los ataques aéreos de las películas seguida de una ronca y exagerada voz de hombre que grita tres veces: «puto el despierto».

[Cariños a Hugo C.]

miércoles, 23 de febrero de 2011

Polilla tranquila

Alberto, hay una polilla. No sé, recién la vi. Levantate y matala. No, el Fuyivape no le hace nada, a lo mejor le da cáncer. ¿Podés levantarte y sacar la polilla de la pieza? Perfecto, el señor no quiere sacar la polilla. Muy bueno lo tuyo. Gracias. Ahí en el techo, mirá. Se me va a meter en el ojo y voy a quedar ciega. No. No pienso apagar la luz hasta que saques ese bicho de acá. Ni de lo mínimo indispensable sos capaz, Alberto. Porque a Anita el marido la lleva al bowling, por lo menos. Todo el santo día encerrada acá cuidando a tus hijos. ¿Qué decís? La última vez que fuimos a comer afuera estábamos en el uno a uno; y porque nos quedaba de paso del velatorio de tu tío, acordáte. ¿Corralito? Dejáte de joder, querido. Nunca una salida, ni cine, ni teatro. Antes íbamos a pasear, por lo menos. Ah, claro, Mar de Ajó, cómo no. Es la casa de tus viejos, Alberto, no jodamos; y tu viejo se tira pedos en la mesa. Sí, señor; yo estaba al lado. Muy buenas tus vacaciones, Alberto. Gracias. Te voy a nominar para el marido del año en la Paratí, qué tal. ¿Que yo soy hincha pelotas? No tenés idea de lo que es una mina jodida. Ya vas a ver. Voy a hacer lo que hace Corina. Sale sola, sí. ¡Ah, no! Le deja los chicos a él, ¿qué te creés? Para mí que garcha afuera. Se lo merece. Ni de un ramito de flores sos capaz. Una menos cuarto, ¿por? Y además, si quisiéramos salir, no tengo ropa. El vestidito beige fue hace dos años. Sos un miserable, asumilo. Y voy a contratar a una mina que limpie. Ah, no sé. Trabajá más horas, si total no estás nunca con los chicos. ¿Callejeros? ¿Batero? ¿Qué decís? No entiendo. ¿Adónde vas? No, ahora dejá esa polilla tranquila, Alberto; estamos hablando.

domingo, 30 de enero de 2011

En la mente el rigor de la naturaleza

Juanca tiene un lavarropas viejo que parece un barril oxidado. Metió una tanda de pilchas y el catafalco se sacude feo. Ahora se sienta y agarra una Playboy de 1984.
—Qué épocas, flaco, fijáte ahí en la concha; todavía se usaba pelo —dice.
—Ahá.
Son las tres de la tarde y parece que se viene una tormenta. Hace calor.
—No sabés, Juanca. El otro día fui a una reunión del féisbuc.
—¿La pusiste?
—Pará. Había unas minas bastante buenas, algunos nerditos, un par de poetas y un grupete de neojipis.
—La pusiste.
—Dejá que te cuente. Yo a lo que iba es que todos estaban como en pose, viste, como guardando la forma.
—No me caminés, flaco. No la pusiste, ¿no cierto?
—No todo es sexo, Juanca.
Dobla la revista y la tira sobre la mesa. Va y abre la puerta que da al patio; el aire fresco trae olor a tierra mojada. —Tenés razón —dice—. Andá a buscar el fernet y una morcilla que hay en la heladera.
—¿Vas a hacer asadito?
—No te funca el embrague, flaco. ¿Cómo voy a hacer el fuego con la conchada que se va a largar? No te olvides de la soda y el hielo.
Corta rebanadas de morcilla y las va comiendo mientras sirve los vasos.
—Así que seguís en la pelotudez del féisbuc.
—No. Bueno, sí. Pero la cosa es que en la reunión estaba el clima como forzado, viste.
—Peligroso móvil el internet, flaco. Mi cuñada fue víctima de la pornografía infantil.
—Querrás decir tu sobrino, Juanca —me pongo serio.
—Mi sobrino, sí. En mis épocas por mucho menos le habrían bajado los dientes de un sifonazo.
—No entiendo, Juanca. ¿Tu sobrino fue víctima de un degenerado?
Se fastidia. Traga de golpe, eructa fuerte y golpea la mesa con el culo del vaso.
—No te da. El pendejo filmó de canuto a mi cuñada garchando, es decir, a los padres. Subió el video al internet. Trece añitos, flaco.
—Jodeme…
—Cualquier nardo es periodista, cualquier pendejo es camarógrafo.
—Bueno, pero te decía de la reunión. Parecía que todos hacían un personaje, pero con cuidado.
—Ah, claro. Todos tenían una careta menos vos, ¿no cierto?
Ya me lo veo venir. Juanca es un antisocial generalmente malhumorado.
—No, Juanca. No sé. A veces uno se da cuenta de que en realidad pasa otra cosa que no se ve. Vos no entendés de esto porque la última reunión donde estuviste fue tu cumpleaños dieciocho.
—No jodas, flaco. Es el bocho. Tu cerebro armó una imagen de esa gente, imagen que acaso no se correspondía con la realidad. Entonces cuando esa cosa ficticia se corporiza se te cruzan los cables. Tené cuidado con el ACV.
—¿Y cuál es la realidad?
—Que no mojaste la chaucha, boludazo.
Va hasta el lavarropas que chorrea espuma. Lo patea y deja de chorrear. Hay un charco medio anaranjado por el óxido.
—La población es esquizofrénica —arranca—. Ponéle un chabón que está en el laburo y es el señor equis, va al bar con los amigos y es jota, va a la reunión de padres y es hache, en la casa con la jermu y los pibes es efe, espera a que se vayan todos a dormir y se pone a boludear en el tuíter con algún nick pelotudo y es cu. Un buen día le salta la térmica, se tilda y no sabe quién carajos es, va al médico que le dice del estrés y entra a tomar pastillas; tarde o temprano se pone a hacer terapia con algún psicólogo que está igual que él, empieza a garcharse travas o se hace evangelista, flaco. Y manda esos mails pelotudos a todos los contactos.
—Uh, che, ¿es para tanto?
—Ahora lo oculto sale a la luz, por eso aumentan los servicios.
—¿Lo oculto?
—Sí, flaco. Fijáte que te pasan propagandas con bacterias, bacilos, virus, células, moléculas. Te venden un frasquito de comida para astronautas diciendo que tiene tal microbio que te regulariza el orto, un champú que ataca las bacterias de la seborrea, un flit inmundo para deportistas que te fortifica el hematocrito, jabón que mata el noventainueve por ciento de las bacterias. Como si uno todos los días viera una bacteria, un gonococo o un leucocito.
—¿Y eso qué mierda tiene que ver con mi reunión, Juanca?
—A vos no te carbura, flaco. Creés ver más allá. Te creés muy vivo diciendo que todos posan cuando en realidad fuiste, diste un poco de lástima y no cojiste. Chau.
Vuelve al lavarropas que se ha detenido, saca los trapos y los mete en un balde. En el patio vuelan hojas y mugre. Parece de noche, rompe un trueno que me retumba en el estómago.
—A ver si hacés algo útil y me alcanzás los broches —me dice.
Me da miedo preguntarle cómo se le ocurre lavar la ropa con el diluvio que se viene. Se pone a colgarla.
—Está lo del ataque de pánico, flaco. Eso mis abuelos lo curaban a cinturonazos. Te daban con la hebilla en el lomo y te mandaban al puerto a hombrear bolsas. Qué cosa la naturaleza.
—Yo lo que quería decirte es que me gustó una minita.
—Ahá. Un trava, ¿no cierto?
—No. Una neojipi.
—Fijáte lo que son las cosas, flaco. Venden productos que tienen olor a naturaleza. Estamos todos locos. ¿Le pediste el número?
—Sí, claro.
—Las neojiponas son peores que vos. Por ahí hasta te da bola y todo.
Un silencio desgarrador y de repente el cielo se abre a chispazos y se desbarranca. La ropa colgada apenas se ve tras el furioso manto de agua.
—Che, ¿por qué colgaste la ropa con semejante tormenta?
El vaso le chorrea la espuma del fernet. Se para en el marco de la puerta.
—Olé, flaco.
Hay que hablar fuerte entre el barullo de la lluvia. Huele a barro y a planta, también se siente la vaharada a hollín de una quema no tan cercana.
—Estos lavarropas viejos no enjuagan bien, flaco.