martes, 7 de julio de 2015

Breve historia del tiempo

Parece que Juanca se volvió rarito: está en el patio rascando una guitarra tipo criolla, en medias y sin fernet en la mesa.
—Los rolingas, flaco. Reventaron un chalet que estaba vacío por las vacaciones, viste. Me dijeron que si conseguía a algún gil para venderle la cosa esta. Para vos, quinientos pesos.
—Quinientos pesos.
—Bueno. Si le saco mi comisión, son cuatro gambas. Y media, dale.
—Hace años que dejé de tocar, Juanca.
—Empezá de nuevo. Me dijeron que venía en un estuche pulenta, pero lo llenan de hielo para la birra, viste. Si querés, te la envuelvo con una frazada. Por ser vos, eh.
Ahora se pone a intentar la melodía del feliz cumpleaños. Por lo menos está tranquilo.
—Traete el fernet, los vasos, la soda... activá, flaco. Hendrix y yo no podemos estar en todo, eh.
Desde adentro escucho los dedazos de Juanca. Parece que esa guitarra mugrienta está afinada.
—Qué loco lo del infinito —dice.
Ya empezamos.
—Ay sí. Las estrellitas y el espacio por donde boludean astronautas comiendo pastillitas. Jodeme que sos poeta, Juanca.
—Pero no, bola. Pensá que la cantidad de melodías que se puede hacer con una guitarra es infinita. No hace falta ser matemático y toda esa cosa, che.
Ya veo que empezó a divagar, pienso en qué sería de este tipo si hubiera trabajado alguna vez. Hay que joderse. Sirvo los vasos. Sigue pifiando el feliz cumpleaños.
—Porque vos fijate que asumimos que es posible producir infinitas melodías con una guitarra, pero no con la cabeza, viste, porque nosotros no somos infinitos. Ponele que no tenemos capacidad de asumir cabalmente el infinito. Somos un chiste de gallegos.
—Claro. Einstein se la pasó inventando chistes de gallegos, ¿no? —me río.
—De judíos, flaco —me pone cara de asesino.
—Es que te complicás. Porque somos inteligentes sabemos que además de nosotros existen cosas y posibilidades en el universo. Que vos no puedas interpretar una variable, ponele el infinito, no significa que no sea una realidad y que nuestro potencial creativo no pueda desarrollarse con el paso del tiempo. Cada humano es único e irrepetible —digo, y me río por las dudas.
—No nos define la inteligencia, flaco. Capaz que el arte sí. Somos animales de afecto. La inteligencia es otra cosa.
Me pongo a imaginarle los piojos mientras tomo el fernet.
—Tocá Seminare, juanca. Dale.
—No creo que el espacio y el tiempo sean más que necesidades biológicas como las ideas y el lenguaje, viste, porque si te ponés a pensar, podemos estar hablando de distancias y de siglos como si supiéramos realmente que estamos hablando de otra cosa que no sea números.
—¿Ideas y lenguaje necesidades biológicas? ¿Números?
Se ha vuelto loco; lo perdimos.
—Ya sería una pelotudez no asumir que las ideas y el lenguaje nos valen lo mismo o acaso más que ponele el aparato digestivo, no jodamos, porque qué carajos es la biología además de una palabra e ideas, ¿eh? ¿La pija? Y atendé, goma. Números, sí. Vos podés experimentar, no sé, cien metros, cuatro tomates y, si estudiás, las fórmulas esas que usan los científicos para descubrir que una piedra cae. Pero no tenés manera objetiva, fija, de experimentar diez mil kilómetros o cuatro siglos. En tren de cuantificar, uno puede cuantificar cualquier cosa aunque no sea accesible para cualquier hijo de vecino, ni para uno mismo ni para nadie.
—¿Y de dónde salen el espacio y el tiempo?
—Del cuerpo y de los sentimientos, flaco. De la sexualidad y del amor, ponele. Espacio y tiempo tienden a ser uno porque son propios del bicho humano. Tienden a confundirse como el amor y el sexo, viste. Como sea, amar a otro significa estar ahí con él, de modo que espacio y tiempo se complementan en algo biológico.
—Hablando de biología. Ojalá te pegue el sida un dragón de Komodo, Juanca. Ponele.
—Digo que lo que nos hace diferentes a una foca o a un perro no es la inteligencia, sino la sexualidad y los sentimientos. De ahí es que somos, de ahí lo que llamamos inteligencia. Te dicen una trayectoria, no sé, 2.000 kilómetros. 2.000 kilómetros los hacés en avión en un rato... cruzás a Chile, ¿y? ¿Qué representa esa distancia mientras sentadito hiciste un crucigrama? Lo que quieras, horas de auto, un mes a caballo, un año caminando, nada, una mera cuestión de voluntad o, si querés, de experiencia circunstancial y privada.
—¿Las focas y los perros no garchan?
—No te hagás el vivo, flaco. Una cosa es ponerla como las focas y otra como nosotros, que nos calentamos con la foto de una teta y firmamos un papel que dice que no podemos garcharnos a otra mina legalmente, casamiento lo llaman, mientras esos bichos andan en cuero y vos los ves y no sabés cuál es la hembra y cuál el macho. Media pila.
—Pero no, Juanca. Si vos decís 2.000 kilómetros, es lejos. Yo no voy a recorrer esa distancia para comprar una birra, ponele. Tampoco la zanguangada de banalizar cualquier cosa, eh.
Ahora toma un trago largo y hace sonar un La menor con tres dedos roñosos. Buenos armónicos tiene esa guitarra, a pesar de Juanca.
—Para mí la cosa va así —insiste—. El espacio está dado por la sexualidad, y el tiempo por los sentimientos onda amor y desamor. El humano es materialista por naturaleza, entendés, porque mostrame cualquier bicho cuya piel no le sirva para protegerse del frío y yo te digo que ese bicho está hecho para tener algo encima y después hacer fuego, acá o en Saturno, eh.
—¿Y qué tiene que ver el materialismo ahora? ¿Eh? ¿Sos comunista, cara de verga?
Es que me pone nervioso este tipo. Se pone a rascar la guitarrita, que tiene lindo sonido... o será el efecto secundario de la monserga, o del fernet, quién sabe.
—Vos fijate, flaco, que en esta bolsa de locos que es la sociedad el cristiano vive en un estado de autismo, no sé, de anonadamiento ponele, siempre a tiro de la necesidad digamos romántica. La tecnología es la principal emergencia, fluye y genera necesidad a modo de un deseo enfermizo que tiende a distorsionar el espacio y el tiempo. Con la computadora la gente se enchufaba a la pared como los enfermos terminales, después los fichines estos, los cómo se llaman.
—Notebooks, Juanca. Notebooks y netbooks.
—Eso, flaco. Y ahora esos telefonitos que se tiran pedos de colores, que tienen un nombre también.
—Smartphones.
—Esmarfons. Es como si se pretendiera liberar el cuerpo de la pared, de modo que estás enchufado por guaifái a una especie de pared móvil en miniatura con el pretexto de, cagate de risa, ganar tiempo. Es amoroso todo esto, flaco, onda el capitalismo nos vende amor y una especie de fetiche sexual, como en un combo espacio-temporal, para que estemos todos juntos, ¿qué tul?
Me pregunto si los piojos le atravesaron ya el cráneo. No hay caso con este chabón.
—¡Capitalismo! ¿Capitalismo, hijo de puta? Largá el fernet, Juanca. Posta.
—Vos fijate que cuando el cuerpo envejece uno va perdiendo la sexualidad y se aferra a la memoria, a los afectos o, digamos, al tiempo. Y estos afectos se dan hacia cualquier cosa, también en cosas como la guita o el poder, ¿y en qué clase de inteligencia encuentran la amarretería y el vicio del poder sus fundamentos? ¿Pensás que pretender ser millonario es asunto de la inteligencia? No creo.
—¿O sea que para vos cuando se nos va el espacio nos dedicamos más al tiempo?
Ya no sé si en mi vaso hay fernet o un Juanca líquido que me marea.
—Eso es obvio. Preguntales a los presos si no. Yo digo que pretender que con la inteligencia hacemos mundo es un absurdo porque en lo que hace a la vida la inteligencia es un accesorio, que todo es consecuencia de cierto producto químico-hormonal llamado voluntad que a su vez suele no ser capaz de ubicarnos en espacio ni en tiempo porque, como te dije, el humano no tiene piel para aguantarse el clima y de yapa se pone triste cuando se le muere un perrito.
—Vos deberías ser trovador, Juanca.
—Vos porque no tenés corazón, flaco. Pensá que con esta guitarra podés levantarte a una minita vos, con esa facha de perro recién cagado a manguerazos que tenés, porque la música representa lo atractivo e incomprensible de la sensibilidad humana como esos atardeceres borrascosos que ven los poetas cuando abren el saché de leche vencida, y después, después, mientras te tire pero bien la goma, la podés filmar con el esmarfon y ponerla en una de esas páginas jeropas del internet para que vean los trogloditas de mierda de tus amigos la minita que te morfaste. ¿Y? ¿Qué te parece, cholito?
Hace fondo blanco y rasca un Sol mayor pifiado, que le sale de puro pedo.
—¿Y vos qué carajos sabés de smartphones, Juanca?
—No creés en mí.
Me hace señas con la cabeza como contento para que termine la frase el hijo de puta.
—¿No creo en dios?
—Eso mismísimo. Ves. Cuesta, pero te voy a sacar bueno a vos, cascotazo.
Se toma el tiempo de servirse un vaso. Regula los cortos chorros de soda para que la espuma no se le vuelque.
—Que qué sé yo de esmarfones. ¡Ah! —dice.
Ahora saca un aparato del bolsillo y me lo alcanza. Veo que se trata de un iphone 4.
—¿Qué hacés vos con esto, Juanca?
—Te dije, flaco. Los rolingas. Vino con la guitarra. Como que no está el cargador, me entendiste. Para vos en quinientos pesos. Tengo por ahí el chirimbolito ese para ponerte en las orejas. La viola y el esmarfonito en mil pesitos nada más, una luquita. Para vos, ¿eh? Dale. No seas tacaño.
Dejo el iphone sobre la mesa. Le pido que me alcance la guitarra y me pongo a mirar la etiqueta interna. Ahora entiendo lo del sonido, tan en pedo no estoy: está firmada por el lutier Osvaldo Bragán y fechada en 2002; entiendo que no vale menos de tres mil dólares. No sé si decírselo. Da lo mismo.