martes, 31 de agosto de 2010

Borracho muere electrocutado

Como un yuyo la silueta de Alcides Pedrera interrumpió el horizontal desolado del andén. Portaba expresión de mufa por déficit en los naipes y la borrasca de una curda amarga pero consciente que le hacía de escafandra del marote. La tarde era un pájaro granate que piraba del cielo; el presagio, —la gorda me va a poner el grito—. Sin otra esperanza que el soplo del último pucho tanteó el encendedor en el bolsillo. Un bondi tascó el asfalto allende mientras el chasquido del fuego, y que el brumoso irse del tabaco le sobrevolaba el pelo seboso. —Mala leche— gargajeó como gruñe un perro y quitó el residuo espumarajo del mentón sin afeitar con el pulgar colorado por el frío; siguió un siseo obtuso que quiso ser silbido y ahí nomás el recuerdo de la cara del Pocho tras el envés cuadrillé de la baraja —hijueputa culón—. Una puntura fortuita le anunció la meada imperativa mientras un contrapunto femíneo le pasaba de largo: absortas en coloquio dos señoras rumbearon a la punta del andén en busca acaso del privado o por recelo: —viejas chotas— y la micción venidera le apartó del seso el fanfarrón ganarle del Pocho. Relojeó con un discreto inclinar de cogote las posibles presencias que no eran. Un ronroneo corto fue el bajar la cremallera. Peló el ganso. —Serás pelandrún, Alcides— el flash altanero del Pocho en fantasmal intermitencia —la bruja me va a poner el grito— la vejiga como el desinflarse de un balón y el alivio en forma de piolín líquido a las vías el chiflar del viento la noche metía primera la cara del próximo tren la bruma ciudadana dos viejas de chamuyo a escasa lejanía y pishar —no seas boludo y plantáte. La gorda me caga a piñas— una décima de segundo la mujer de sus ojos y la sensación como si el tren que alcanzó a ver se le metiera por la pija y un panal de avispas al cerebro. Fue que qué barbaridad el chamuyo aterrado de las viejas. Un tren surgía de la tarde muerta con la tenacidad de la noche.

jueves, 19 de agosto de 2010

Manto de humo de la memoria

Acá está Juanca en el galponcito del fondo. Tiene un tarro repleto de bolitas que guarda de la infancia.
—Mirá éste, flaco, es un bolón lechero; nos matábamos por ganarnos uno.
Le brillan los ojos. Se trata de una bola de vidrio blanca con manchitas azules que ahora guarda en el bolsillo. Salimos por el pasto.
—Che, Juanca, vos no conociste a la dientuda, ¿no?
—Todos los de esta edad tenemos un bolón lechero y una dientuda, flaco. No.
Ahora nos sentamos en la mesa del patio. Sirve los vasos de fernet y dice que cada uno le echa la soda que quiere, que con coca cola es de putos. Yo recuerdo a la dientuda; no sé si contarle.
Era una pendeja de la facultad de hace tiempo. Una mina que andaba retrotraída en su mundo de sensaciones y nadie le daba bola. Fue en el último verano que se puso las tetas. La encontré en la estación y estaba radiante.
—Yo no entiendo esa manía de la gente —arranca— de pretender dejar una huella, algo. Viste.
—Es normal. Vos fijáte que los animales se reproducen y perpetúan la especie.
—Ahí está; sos un pelotudo —dice mientras saca el bolón lechero del bolsillo y lo pone sobre la mesa—. Los animales son otra cosa. Acá sabemos que el ser humano es distinto desde el vamos. No necesitamos hacer todo lo que hay que hacer porque siempre hay otro que lo haga por nosotros. Entonces vos sabés que si querés escuchar música, ponéle, no hace falta que te compres una guitarrita porque ya hay alguien que sabe tocarla. Ponés un cedé. Viste. Nosotros tenemos la cultura. No se supone que lo esencial de la vida tengamos que hacerlo con los genitales, flaco. Media pila, eh.
Está algo tenso; espero a que el fernet lo sosiegue un poco. —Está linda la tardecita, Juanca, ¿no cierto?
—Sí, flaco. En el barrio uno está tranquilo. Ahora que baje el sol se despiertan los rolingas de la esquina y se escuchan los tiros y las sirenas.
Prende un cigarrillo y mira la pared al fondo que se eleva dos metros por sobre el techo del galponcito. Parece que atrás hay un baldío. —Tuve que levantar la tapia con estas manos, flaco. Los rolingas, viste, se te cuelan y te chorean.
—Te cuento. No te cuento. Ma’ sí. Resulta que a veces me acuerdo de la dientuda, de ese día de la estación de tren. Había sol a la tardecita y casi nos chocamos. Venía como contenta detrás de las tetas. Yo me estaba por mudar con mi novia. No sabés.
—La teta es psicológica, flaco, —me interrumpe— yo prefiero en la cama un tigre rabioso o a un travesti con sida antes que a una mina que quiera descendencia, me copiás. Un par de tetas son causa de mucha cosa fulera también.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Nada, flaco, es que cuando te veo venir romántico se me suben las burbujitas de la soda al tímpano izquierdo.
—Pará, Jota Ce, que yo iba al hecho de que cuando uno está contento, no importa el motivo, está para reventar la calle, para la cosa feliz.
Ahora me muestra una gomera que estaba colgada en el respaldo de la silla. Vuelve a servirse fernet.
—Mirá, flaco, ésta es de cuando era pibe, de Peteribí. Hace unos meses compré goma de cirugía, viste, la de los hospitales, y la armé de nuevo. Re tira, loco.
Está pensando. Estira la goma mientras mira en el cielo la nada de la tarde. Es un tipo muy cuidadoso y pensante. Nadie lo ha visto trabajar.
—Bueno, la cosa es que la invité a una cerveza, che. Vos me vas a decir que soy un pelotudo, pero cuando nos miramos ahí en la vereda frente a frente ambos sabíamos que nos habían agarrado unas ganas bárbaras de hacernos mierda en algún telito toraba de la zona; lo único que pude decirle fue de ir a tomar una cerveza. Ni siquiera me acordaba el nombre, Juanca, mirá vos.
—Sos un pelotudo, flaco.
—Sí. Bueno, y nos mirábamos mesa de por medio y pasó la catástrofe; me acordé de Mirta, de que nos íbamos a mudar juntos, de toda esa papaleta mental que uno firma solito. Igual, a lo que iba es que qué loco que una mina como ella, timorata, dientuda, mal empilchada y medio rasposa, por el solo hecho de ponerse teta iba con aires de diosa. Y yo venía contento, de ganador, porque tenía a una mina que me aguantaba así como me ves. A veces la vida y el tren te ponen en sitios inoportunos, Juanca.
—Macri debería hacer algo con la estación de tren, flaco, y con los pelotudos de feria como vos.
—¿Y qué pensás que tendría que haber hecho?
—Nada. Hay cierta cosa oscura que rodea la muerte. Cojer no es tanto lío. Te digo más, la muerte es una cortina de humo en cuya abstracción caemos para evadirnos de cosas más difíciles.
—¿Y cuáles son, Juanca, esas cosas?
—Hay mucha cosa. El casamiento, ponéle, usar una Blackberry. No hay religión que no pretenda apoderarse de la muerte y del casamiento, pero estos filósofos de cuarta siguen pensando en la muerte mientras las minas les clavan las guampas. Vivimos engañados. Ahí viene el gato.
Ahora se queda quieto y me señala el animal. Se hace un silencio que me para los pelitos del brazo. No entiendo bien qué carajos quiere decir. Presiento que Juanca me va a rematar la charla con alguna reflexión importante.
—Es cosa de histéricos lo que hiciste con la minita, flaco. Las fieras tienen el objetivo cabal de mojar el ganso, viste, garchan y se van. A vos te gustó el jueguito de “mirame pero no me toques” igual que a esa pendeja del orto. Menos mal que te chupaste la birra.
—Qué insensible de mierda. Yo te digo que fue amor. Es como eso que te acordás siempre, qué sé yo, como cuando vas a dar el parcial, salís y te das cuenta de que en vez de poner jota pusiste equis; sabías la respuesta correcta, pero como un pelotudo pusiste equis. Pasan los años y te seguís acordando del parcial.
—Parece mentira, flaco, que para explicar algunas cosas sigamos recurriendo a la biología.
—¿Lo decís por eso de la reproducción?
—Ni más ni menos. Ese gato viene a garcharse a la gata de la vieja de al lado. Me gusta tirarle hondazos. Hace unos meses le di en el culo y dejó de venir. Parece que se olvidó.
—Es un lindo animal, Juanca.
—Muy. Pero no es tan puto como vos; sabe a qué viene. Mirá qué imponente luce sobre la pared, flaco. Cuatro metros de alto. De acá hay casi veinte metros. Los Simpson son la influencia burguesa. Todos somos burgueses en el fondo. Si vamos a reproducirnos como animales deberíamos asumir la muerte como tales.
Siempre me tira frases para hacerme pensar. No entiendo lo de los Simpson.
—Me perdí un poco, che.
—Carburá un poco, flaco, —juega con el bolón mientras me habla— lo que te pone tenso es la calentura del momento. Yo nunca pude cojer al revoleo por una cuestión de percepción, viste. Hay una darketa que por treinta mangos te da unos conchazos bárbaros.
—¿De percepción?
—Sí. Tengo un olor a pata de la gran puta. Ir al telo con una desconocida me da mucha vergüenza. La mentalidad burguesa de Homero Simpson es esa cuota de tara mental ganadora. Nos hacen creer que cualquier boludo es un ganador, un langa que da lecciones fáciles de vida. Pero vos no, flaco. ¿Cuánto hace de lo de esta minita?
—Y qué sé yo, loco.
—No te hagas el otario. Dale.
El gato anda por la cornisa con la cola vertical. Juanca agarra el bolón y lo sujeta con el cuero de la gomera y apunta mientras ejerce la tensión máxima. —Me gusta tirarle y ver cómo se caga de miedo —dice contento.
—Diez años siete meses y doce horas, más o menos —contesto.
—Sos un pelotudo.
El gato oye el chicotazo y mira hacia nosotros (no nos había visto), pero es tarde. Oímos un ruido como cuando el batazo del béisbol manda la bola al carajo y vemos que el animal estira las patas traseras y levanta una de las delanteras antes de caer del otro lado de la pared. Le dio en cabeza, parece.
—Uy la puta que lo parió creo que lo maté.
Está como triste. Levanta el vaso y observa el contenido. La tardecita se va del cielo.
—Viste lo que son las cosas del pasado, flaco: están ahí escondidas hasta que te dan el golpazo en la sesera.

lunes, 2 de agosto de 2010

El perfil apendejado del posmoderno

El famosísimo cuento del chabón que salió a comprar fasos y no volvió hoy está más vigente que nunca. Uno de estos días voy a tener que agradecer a los kiosqueros de esta mugrosa ciudad por haber dejado de fumar. El tema es más o menos así: vas a comprar cigarrillos de 5,25 pesos el paquete, pagás con billetes y te tenés que comer el garrón. Le das 6, 7 pesos, 10, ponéle, y te tenés que aguantar el sermón o la cara de ojete. —¿No tenés una moneda? —te increpa el desgraciado desde su jaulita. La mitología urbana debería haber escrito volúmenes acerca de este fenómeno social. Se dice que los fasos dejan poca ganancia y entonces estos cretinos se fastidian al “desperdiciar” el cambio con el cliente fumador. Una vez pregunté a un kiosquero conocido el porqué de este fenómeno. Me dijo que —lo que pasa que ponés mucha plata en los fasos y te dejan poco—. Le dije que entonces no vendiera. —No, flaco, el cigarro tenés que venderlo porque el tipo que te viene a comprar se lleva otra cosa, te sirve como gancho, ¿entendés, eh? —me contestó el muy psicópata y yo le dije que entonces se dejaran de joder. Pensemos en el razonamiento: nadie quiere vender cigarrillos pero están algo así como obligados a venderlos. Mirá el problema de esta gente, ay. Pero te rompen las pelotas. En Triunvirato y Monroe compré puchos y cuando me iba escuché que uno decía al otro “no des monedas cuando te compran fasos, che; si no tienen cambio que vayan a otro lado”.
Mirá lo que son las cosas. Si nos ponemos a pensar, el tipo que fuma es algo así como que quiere pero no quiere, como que está obligado a fumar en una relación como la del diabético y la insulina. Además el fumador es un hincha pelotas que necesita cosas y lugar y aire para hacer mugre. Es muy probable que en realidad nadie quiera fumar, máxime aquel que lleva años haciéndolo y que suele preguntarse si no sería bueno dejar. Entonces podríamos poner al cigarrillo en la enorme bolsa de las necesidades creadas y como paradigma de este horroroso panfleto.
Qué loco que eso de inventar necesidades sea la principal invención del capitalismo. Tenemos sociedades basadas en pelotudeces donde el sentido de utilidad se esfuma entre lucecitas de colores. Y me gustó el tema del faso, che. A ver, empezamos a fumar porque nos obligan; ahora no tanto, pero en una época era algo así como el salto a la adultez. Entre tanta paja uno se ponía a fumar para ser pulenta. Tenías propagandas en televisión que ahora indignarían a media sociedad. Los kioscos tienen cartelitos de que no venden fasos a menores de dieciocho, son el bastión de las cosas inútiles que además joden el paisaje. Hay que ver la mugre en la ciudad que sale del kiosco. Botellitas, papelitos, cartoncitos, plastiquitos; la gente va, compra y tira. Mirá las paradas de bondis, las estaciones de tren. Además la gente tiene sed y toma bebida coloreada, tiene hambre y come un alfajor; tenés yogur con gusto a banana para evitar comerte una banana.
Hay que mover el mercado para movernos. Hay que progresar, producir, ir para adelante comprando y vendiendo cosas y, por lo tanto, necesitando y satisfaciendo la necesidad. Como el cigarrillo: tenés necesidad, fumás y te quedás esperando a que te vuelva la gana hasta que esta gana ya casi no existe, pero fumás. El coso del kiosco está al acecho construyendo una sub-comunidad de necesidades pendejitas. Los jipis del siglo pasado tuvieron clara una idea comercial: el sexo fácil. Te dicen de la libertad, del sexo “libre”, pero todo eso son patrañas. Ya había jipis en la época de Platón; no sé, Antístenes, digamos, pero ahí el sexo no tenía problemas. De hecho, en esa época había más problemas con el amor y la política que con el sexo. Los jipis de la guitarrita y la barbita que se colaban una pepa para cojer fueron oportunistas y precursores de una nueva necesidad. Vos fijate que ni bien se propagó el internet en las casas, lo primero que empezó a pulular fue la pornografía. Siempre es de noche en internet. En mi adolescencia la pornografía al alcance de la mano, gratis, era una quimera. Ahora ponés “Wanda Nara en concha” en el Google y sanseacabó. UY NO, BOLUDO, si googleás eso venís a este blog. Decía, la libertad pasa por la obligación de comprar cosas. La tecnología te sirve para no quedar fuera del sistema. ¿No consumís tecnología? Sos un menonita de mierda, un lúser. Querés pero no querés. Querés un celular para querer suicidarte si nadie te llama pero de última podés mirar videos cuando vas en el bondi. Si la tecnología es buena para solucionar problemas entonces hay que inventar problemas. ¿No tenés problemas? No existís, man, pensá un poquito y vas a ver que por unos mangos tu vida podría ser un poquitín más cómoda; si no pensás esto podés ir al psicólogo. Yo creía que la comida era algo de primera necesidad hasta que miles de africanos hambrientos armados con AK-47 me convencieron de lo contrario. Bueno, tal vez África no exista en realidad y sea un invento de los europeos que parece están preocupados porque, aun siendo muchos y sin tener lugar, les da por cojer con forro y dicen que no van a tener quién labure (como si realmente laburaran estos hijos de puta), mientras que allá los negros tienen muchos hijos y les da por morir jóvenes, lo cual constituye la envidia del europeo que no se quiere morir ni de pedo ni de viejo. A dios le cortaron el cable y se mató. El forro del kiosquero dice que el kiosco lo tiene esclavizado y que no le da para cambiar el auto; debe ser por esto que me rompe las pelotas a mí. Tres muertos y un herido de bala al mediodía: la noticia de violencia es la mejor manera de estar pre-ocupado sin hacer nada. Miles de gringos compran armas con la oculta intención de rajarse el cerebro de un balazo. Anuncian frío polar para mañana y la del quinto B está preocupada por su Caniche Toy. La burocracia bien entendida empieza en casa. El posmoderno despliega su laptop sentado en el inodoro. Todos queremos pero no queremos ser unas putas.
Acá me sopla Juanca que la sociedad es ese incendio enorme que hemos creado y nos estamos matando a paja para apagarlo a puro bukkake, y nos re cabe.