sábado, 1 de septiembre de 2012

La distancia es una mueca extraña

Acá está Juanca en el patio. El muy asqueroso tiene una laucha viva dentro de un frasco grande de vidrio.
—¿Qué hacés con ese bicho apestoso?
—Más respeto. Dicen que son más inteligentes que los perros.
—Ahá, y por eso la ponés en un frasco.
—No te da, flaco. Gracias a que martirizan a estos pobres bichos en laboratorios para hacer remedios somos siete mil millones. Los perros nomás sirven para boludeces, como lo del ruso Pávlov.
—Pero vos tenés una laucha en un frasco. No hinchés las pelotas.
Mete un pedacito de queso atado a un hilo. La laucha levanta la cabeza y mueve el hociquito. Le veo los ojitos negros. Muy diminutivo todo.
—Che, no sabés. Estuve en casa de Ana Paula —le digo.
—¿Y qué cuenta?
—Ahí anda preocupada porque tiene el casamiento de una prima y no sabe qué se va a poner, y el novio le dijo que ni en pedo va porque juega al fútbol ese día. Ah, y el loro se le tragó un carozo de durazno.
—Debería hacerlo a la parrilla a ese loro.
—No tenés alma, Juanca.
Ahora mueve un poco el frasco y la laucha se asusta, lo deja quieto y golpea el vidrio con los nudillos. Veo el hociquito palpar el aire.
—Mi abuela decía que con la comida no se jode —declara.
—¿Planeás comerte la laucha, hijo de puta? —me río.
—No. Está el caso del chancho. Viste que esos bichos tienen cara de buenos, y entonces los usan para hacer dibujos animados... para niños. Después uno ve matar un chancho y se traumatiza. Con la comida no se jode, decía mi abuela.
—Cuánta verdad.
—Mucha, flaco. Una minita de acá a la vuelta un día fue a Chascomús y vio matar un chancho; no volvió a ser la misma. Con el chancho pasa parecido que con los chinos.
Se levanta y va a la cocina. Oigo que revuelve los cajones. Viene con tres chapitas de cerveza y un broche de madera. Mete todo en el frasco.
—Vos viste, flaco, que a uno le encajan la idea del chino desde chiquito. Mucho Kung Fu, Bruce Lee, Jackie Chan, Sun Tzu…, y uno se encariña con lo de ser chino.
—¿Y se puede saber qué tiene que ver eso con el chancho, che?
—Boludo, que acá para ver a un chino o un chancho tenés que ir al supermercado o al restaurante. Claro que lo del chancho es más dramático. Vos fijáte que esta minita de acá a la vuelta ahora es vegetativa.
—Vegetariana, Juanca. Vegetariana.
—En coma, flaco. La agarró un bondi. Ojos que no ven, corazón que no siente. Los chinos y los chanchos parecen seres humanos.
Gira el frasco sobre la base y podemos ver la cara de la laucha. Yo sigo sorprendiéndome por la manera de mover el hocico. Es raro ver uno de estos bichos de cerca.
—Los chinos tienen la distancia en la cara —dice.
—Chupala, Juanca.
—Vos entendé que si ves por la calle a un, no sé, italiano, ponéle, no ves la diferencia, la distancia; si te cruzás con un chino enseguidita sabés que es asiático y, por lo tanto, que es de lejos. La distancia está en la cara. Y lo mismo pasa con estos bichos: el perro para nosotros es más cercano que la laucha.
—¿Y qué querés decir con toda esa pavada? —a veces me pone nervioso este tipo.
—También está en la voz, flaco.
—Claro, Juanca. Por eso se inventó el teléfono.
—El teléfono no es lo que era. Ahora sirve para jugar al Tetris y mirar pornografía. Ponéle que el italiano que te dije habla; ahí te das cuenta de la distancia. Mirá esta laucha y decime si no te resulta más lejana que Lassie, esa perra alcahueta que no solo está lejos en espacio sino en tiempo. La distancia está en uno. Un puente no une los márgenes del río sobre el que se extiende.
La laucha intenta acovacharse bajo las tapitas; sospecho que no aguanta más a Juanca.
—¿Y a qué distancia estamos del fernet? —lo acoso.
—Dos cosas definen al hombre, flaco: lo material, que vendría a ser el mundo como fuente de posesión, y lo inmaterial, que es la distancia. El humano vive en las cosas y en la distancia que lo separa de ellas. Lo demás son perendengues.
—Todo bicho que camina va a parar al asador —me le río.
—Ahí está. Los animales no tienen cosas ni viven la distancia.
—No jodas, Juanca. Los animales andan de aquí para allá y tienen la libertad.
—Eso es poesía, flaco. No viven la distancia en espacio ni en tiempo, tampoco la muerte. Nada vas a encontrar de esta laucha que no esté en ella. No podés separar a la humanidad de sus cosas, de su cultura; es como si te dijera que un hombre sin teléfono no es un hombre o que un esquimal sin abrigo no es un esquimal. Todavía no sabemos qué hacer con la libertad, flaco, y es lógico, porque gran parte de nuestra identidad está fuera de nosotros. La avaricia pasa desapercibida, y fijáte que si no fuera por la distancia no existiría el deseo.
Chau. Se está volviendo jipi. Ya lo veo con la guitarrita cantando “solo le pido a dios” en la estación.
—¿Y qué hacemos con toda esta cuestión, che? —pregunto, con un poco de miedo.
—Vos andá a comprar dólares, boludazo.
—No. Pero, posta. Todos saben que el ser humano es cuerpo y alma y listo. Al final vos sos más complicado que los católicos, che —le digo.
—Eso no corre más porque, aun así, a nadie importa que el alma sea inmortal si no puede llevarse un plasma al cielo, ponéle. El alma sería la distancia que nos separa de las cosas, de las cosas que irremediablemente se van adueñando de nosotros. Vos en la vejez vas a ser un lavarropas, flaco. Al menos en la alienación serás útil en algo.
Ahora tocan el timbre, por suerte.
—Uh, ahí vino el Lágrima —aclara.
—¿El de Banfield?
—El mismo.
Aparece un monstruo que tiene una gota grosera tatuada en la mejilla. Me saluda con una especie de bramido breve.
—Acá la tenés —le dice Juanca.
El monstruo se pone tenso, pega los brazos al cuerpo como si le hubieran hecho cosquillas en los sobacos y manteniendo distancia intenta apreciar el contenido del frasco.
—Dale, boludo. No hace nada —lo azuza Juanca con el frasco.
—Tomatelá, hijo de puta. No me la acerqués —se cubre el Lágrima la cara con una enorme mano y espía por entre los dedos.
—Veinte pesos —avisa Juanca.
El gordo gruñe y parece meditar un poco.
—Está bien comida y mirá, estuvo haciendo ejercicio con estas chapitas de Quilmes.
Juanca saca las cosas del frasco y deja la laucha. El otro retrocede unos pasos.
—¿Veinte pesos? Muge el Lágrima.

—Ni más ni menos.
—¿No se sale?
—No, boludo —responde Juanca con cara de asesino.
—¿Y no tenés la tapa?
—No. Si la querés con tapa, son veinticinco pesos.
—Eh, gato, rescatate un poco —dice el gigante.
—Llevatelá así y no jodas —concluye Juanca.
El Lágrima paga, agarra el frasco con las dos manos y estira los brazos hacia adelante. Gira la cabeza como para no tener que mirar la laucha mientras va hasta la salida. Oigo que se tropieza con los muebles y que Juanca lo putea.
—¿Y para qué quiere una laucha el coso este? —pregunto.
—Los rolingas, flaco. Parece que reventaron una veterinaria y le vendieron un pichón de pitón al Lágrima. La laucha es la comida.
—O me parece a mí o estaba todo cagado el gordo.
—La distancia, flaco, para algunos es inmanejable. Así está el mundo. Traé el fernet, dale.