viernes, 19 de febrero de 2016

Ja ja ja

—Pija chica, infierno grande… ¡Hombres, Lourdes! ¡Hombres! ¡Así son! —dijo Dana como quien da por concluida la conversación. Isabela y Lourdes estallaron en carcajadas. 
El río planchaba manso el espejo del cielo a las siete de la tarde. Las mujeres charlaban tiradas en la blanca y elevada cubierta de proa apenas tapadas por las bikinis. Dana, de 35 años, era la más joven. El yate de 15 metros de eslora se hallaba anclado cerca de la orilla entrerriana, más precisamente las tierras de César Spinoza, quien también era dueño y timonel de la embarcación. Su esposa, Isabela, animaba la charla con las mujeres de los invitados. Habían bajado desde el lado uruguayo en una relajada travesía. Los tres hombres bebían Martini en popa; ellas, Gin tonic adelante.
Mariano se recostó en la banca lateral y se quitó las gafas de sol. Acabó su Dry Martini y buscó la atención de Esteban, que estaba parado a la entrada de la cabina bajo el alero. 
—Qué buena mano tenés para hacer esto, loco —le dijo. 
—El paisaje inspira —contestó Esteban. Ambos quedaron viendo la lejana línea amarillenta que empinaba en un verde opaco la costa uruguaya.
—Y el vermut seco —opinó César. 
—Y la aceituna —insistió Esteban. 
Mariano celebró las intervenciones con una sonrisa. Tenía 55 años, y desde hacía poco más de cuatro estaba casado con Dana, su tercera esposa. Se le notaban los kilos de más. César, sentado sobre la aleta babor frente a Mariano, levantó la copa de la mesa que los separaba, le hizo un gesto de brindis y acabó la bebida de un sorbo. —Che, en serio, la combinación justa este trago —le dijo a Esteban. 
—En un buen cóctel sentís todos los ingredientes. Este no es la gran cosa, pero eso hay que saberlo cuando te ponés a mezclar. Me lo enseñó un barman en Cartagena —dijo Esteban. 
La embarcación casi no se hamacaba en la modorra del atardecer. Los hombres siguieron charlando de viajes y de tragos unos minutos. Hasta su posición llegaban intermitentes las agudas risas de las mujeres. 
Dana se incorporó con cierta torpeza y anduvo tres pasos hasta la baranda. 
—Marea un poco esto, ¿no, chicas?
 —Te tomaste tres… qué querés —dijo Lourdes. 
—Dejala, nena. Yo a su edad también me tomaba tres. Ahora al segundo me duermo —dijo Isabela. 
—¡Ay! ¡Yo decía el barco! —protestó en broma Dana. 
Isabela y Lourdes andaban cerca de los 60, pero lucían las bikinis y las pieles bronceadas por el sol con naturalidad. Dana quedó parada junto a la baranda de cara al norte. Apenas unos pájaros, una boya en el canal hacía un punto de luz y más allá, en el fin de las aguas, la línea del horizonte borroneaba una orilla de nubes a la luz de un sol ausente. Se aferró con la mano izquierda al perfil horizontal superior, con la derecha se hurgó la entrepierna y desplazó la lycra hacia la ingle. Se inclinó sobre la baranda y flexionó las rodillas separando las piernas. Así dispuesta se puso a orinar hacia fuera. Lourdes, que la observaba, rio tapándose la boca y le señaló la escena a la otra. Isabela se mordió el labio inferior, negó con la cabeza en una sonrisa cómplice, y le hizo la mímica de acercar el pulgar separado del puño a los labios fruncidos. Entonces ambas exteriorizaron las risas. 
—Como los hombres —dijo Dana sin mirarlas. Se había mojado un poco las piernas y la malla. 
—Hablando de hombres. Vamos con los muchachos y de paso nos vestimos —propuso Isabela. 
—Lo lindo de anclar acá con este clima además de la vista es que no llegan los mosquitos. Y pensá que en la estancia los muchachos ya deben haber empezado el asado —decía César. 
—Ah y este silencio a esta hora es una delicia —dijo Mariano, justo cuando aparecieron en fila las mujeres; Dana era la última. 
—¿Cómo les fue con los tragos allá solas? ¿Se pusieron al día? —indagó Esteban.
—¡Bien! Te digo más, hay una que no pasa el control de alcoholemia, ¿sabés? Vos fijate —contestó Isabela. 
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! A ver si me hacen el cuatro, che —bromeó Mariano. 
Isabela se apoyó un tobillo en la rodilla y estiró los brazos hacia los costados, quedó unos segundos quieta en esa pose, le hizo un gesto y pasó por al lado de Esteban rumbo al camarote.
 —¡Ah! Vos querés el cuatro. Yo te voy a dar el cuatro —irrumpió Dana. Entonces se puso en cuatro patas de espaldas a los hombres sentados e improvisó una especie de baile perruno: movía rítmicamente en círculos y de arriba abajo la cadera con las manos y los pies en el suelo, y luego se dio de nalgadas con una mano, como si ella misma fuera bestia y jinete. 
Todos quedaron callados. Los hombres no podían quitar los ojos de aquella figura, una frondosa cabellera rubia sobre la retaguardia tersa y de huesos marcados que se abultaba donde los glúteos se tragaban la tanga de lycra turquesa y surgían el par de muslos fuertes, las pantorrillas y por fin los pies descalzos, todo en la tonalidad del bronce propia del verano jovial. 
Lourdes fijó la vista en la cara de su marido; era evidente que aquella mujer lo excitaba, tanto al suyo como probablemente a cualquier otro marido que ella conociera. Pasó por atrás de la joven y fue donde Isabela también a cambiarse. 
—Listo, pelado. Poné un poco de música ahora, que esto parece un velorio —dijo Dana, ya de pie y como quien se siente autoridad. 
En efecto, Spinoza era calvo y de tez lampiña. Un hombre alto de piel más bien oscura que, aunque entrado en años, conservaba los rasgos físicos de deportista. Vestía bermudas grises, chomba blanca y sobrios zapatos náuticos. 
—¿Qué música?… ¿Ahora?… Con lo lindo que se está acá lejos del barullo. 
—No sé, pelado. Poné un poco de onda, dale, no seas Drácula… Y vos, Esteban, divino, podrías prepararme otro Gin tonic, ¿no? Esteban obedeció. César no siguió con la cuestión de la música ni se movió de su lugar. El espacio no era muy amplio. Dana se alejó lo más que pudo de la mesa y se ubicó en una silla plegable. Los hombres ya se habían acomodado en las bancas a babor y estribor, y habían iniciado una conversación tranquila. Cuando llegaron las mujeres vestidas y calzadas quedaron los cinco sentados alrededor de la mesa. 
—Menos mal que volvieron, chicas. Estos ya están hablando de comida —dijo Dana en voz alta. 
—¿Qué pasa? ¿Ya tienen hambre? —preguntó Lourdes. 
—No, che. En serio. ¿Te diste cuenta de que estos la van de cultos y de empresarios pero siempre terminan hablando de comida? ¿Cómo puede ser que hablen de comida, loco? ¡De comida! ¡Hasta un cerdo disfruta lo que come! ¡Media pila, loco! ¡Son deprimentes! ¡Y después van al médico por el colesterol y toda esa cosa cagona de controlarse! 
—Y después las gordas somos nosotras —siguió Isabela. 
—No. No. No. No me entendés —insistió con la cabeza Dana, y con el vaso en la mano. 
—¡Sí, nena! Nosotras tenemos que estar divinas y ellos no, eso querés decir —dijo Lourdes. 
—Hay otra cosa. Olvidate de nosotras. Yo digo que les sale el cavernícola que tienen adentro. 
—¿No estarás exagerando un poco, querida? —le dijo serenamente Mariano. 
—Vos callate, mirá, que sos el primero que puede estar cuatro horas hablando del platito de mariscos que se comió en uno de esos restaurantes de mierda que te cagás de hambre y pagás fortunas como si, no sé, te hubieras echado cuatro polvos al hilo… ¡como si pudieras! 
Todos rieron. 
—¿Pero se entiende o no se entiende lo que quiero decir? —gritó. Bebió un sorbo e intentó acomodarse el flequillo con una mano. 
—Bueno, pero no es la gran cosa tampoco, ¿o no? —se metió Esteban. 
—Sí. ¿Sabés que sí? Es una mierda. Es un narcisismo vicioso y egocéntrico, no sé. Comete un churrasco y dejá de joder, loco. ¡O hablame de otra cosa! ¡eh! Contame algo que no pueda decir un pelotudo cualquiera… Mirá el amargo este… le pedí música y no me dio bola, y ahora está súper contento porque un día en Lisboa se comió un pulpo… déjense de joder, flaco. 
—Bueno. Está bien. Proponé vos un tema de conversación —contestó César. 
—¡Pero dejala que diga lo que quiera, che! —dijo su mujer, y le hizo una seña con la cara, como pidiéndole paciencia o comprensión. 
—Hay un punto —interrumpió Lourdes—. Uno cuando se va de viaje come distinto que cuando está en casa… como que se cuida menos, disfruta más. Por eso pasa que se recuerda la comida como algo excepcional, algo especial… ¿será eso, Dana? 
—Qué especial ni qué especial. Hay que ser pija floja —dijo Dana como enojada. Terminó la bebida y dejó el vaso en el piso. Enfocó los ojos verdes al cielo, o a ningún lado, y se masajeó las sienes con ambas manos. 
—Pero a ver, ¿y a vos de qué te gusta hablar? —le dijo su marido. —Vos deberías saberlo, gordo, no te hagas el macanudo acá.
Otra vez hubo una risa general, pero Mariano quedó serio. Por unos segundos nadie dijo nada. Dana levantó el vaso y se lo llevó a la boca, comprobó que estaba vacío y volvió a dejarlo en el piso con una mueca de fastidio. 
—¿Y? ¿Me callo yo y nadie dice nada? 
—Te estábamos escuchando, nena, y era divertido —contestó Isabela. 
—Yo lo que quería decir —empezó Esteban y le hizo un guiño a su mujer— es que una vez fuimos con mi hijo menor a un recital de Roger Waters en River. Estuvo buenísimo; al pibe le fascinó también, mirá. Había un chancho volador y el efecto de un helicóptero que hasta parecía que te movía los pelos porque te aterrizaba al lado… El sonido una barbaridad, más si tenés en cuenta lo que es la cancha de River, viste, inmensa y sin techo… se oía como con auriculares. Al final rompen un muro… Y lo mejor de todo, eh, ojo, ¿sabés qué fue lo mejor de todo, la cereza de la torta? Te digo: los espectaculares panchos que hacen ahí; nos comimos como cuatro cada uno, con Coca Cola bien fría. 
Otra vez todos, aun Dana, rieron fuerte. 
—Che, Esteban, ¿me preparás otro de estos? —dijo Dana. 
—Tranquila, amor, que el día no termina acá —le dijo su marido y le hizo señas con las manos. 
—A vos no te gusta hablar de comida pero bien que le das al trago, ¿no? —dijo Lourdes. 
—Es otra cosa. Yo no voy a contar mañana que me tomé un Gin tonic de tu marido como si hubiera escalado una montaña, como estos tipos —contestó Dana, despectiva, con la voz grave. 
—Hablando de tomar Gin tonic —cortó otra vez Esteban—, hay un hotel en Miami... 
—En Miami los hoteles son de mentira —lo interrumpió Dana—. No sabés. Una vez fuimos con este y estábamos garchando fuerte… Me entendés. Un poco de quilombo hacíamos, eh, no te lo voy a negar. Pero yo en una me di la cabeza contra la pared sobre el respaldo de la cama… ¿podés creer que se hizo un agujero? ¿O no, gordo? ¿O no? 
En las últimas preguntas alzó la voz y señaló con la cara hacia donde estaba el marido. Nadie decía nada. Esteban hizo un gesto de seguir su anécdota, pero no pudo. 
—No era yo. No era conmigo —dijo Mariano. 
—Sí, querido… ¿No te acordás?… Ese hotel… cómo se llamaba… —Nunca fuimos juntos a Miami, Dana. Igual no importa —cortó él. 
—¡Claro! ¡Lo que yo digo nunca importa! ¿No? ¡Lo que yo digo nunca te interesa! —gritaba. 
—Bueno. Bueno, igual Esteban iba a decir algo de un viaje… —intentó descomprimir Isabela. 
—¡No! ¡Yo digo que fue con vos, gordo!… ¡Me trata de pelotuda!… ¡De borracha me trata este! 
—Ay pero decile que sí, Mariano. Qué poco tacto, che. Me extraña de vos —intervino Lourdes con cierta ironía, o acaso molesta. 
—Bueno, sí. Fuimos a Miami y se rompió la pared —dijo Mariano. —Claro. Como a los locos. Como a los locos me trata. Ahí está. Ahí lo tenés. 
—Ah, pero al final nada te viene bien a vos —dijo Esteban y, excepto la pareja, todos rieron. 
—¡Yo quiero que no me trate de loca delante de los amigos! ¡Eso quiero! 
—Bueno, Dana. No es para tanto, che. Dale —le dijo Isabela. 
—Pero oíme… a vos tu marido no te trata así, ¿no? Porque vos sos una señora, vos sos la madre de sus hijos… y en cambio yo… yo soy la boludita alegre acá, ¿no? El payasito soy, ¿no? 
—No es así, Dana. No es así. Vos sos mi mujer. Nadie te trató mal —interrumpió Mariano, siempre con serenidad. 
—¿Sabés qué? Tenés razón. No eras vos. Era un cubano. Un negro con un pedazo así. Así de grande la tenía el negro —le hizo la seña de medida con las manos. 
Los demás rieron fuerte esta vez, también su marido, acaso sin notar cierta expresión de ira o de tristeza en la cara de la joven. 
—Che, Dana. Todo bien, eh, pero contanos qué pasó al final con la pared —dijo Esteban entre risas. 
—¿Qué pared? —contestó ella. 
Otra vez volvieron a estallar en carcajadas. 
—¡La pared del hotel, nena! —dijo César. 
—¡Ay! ¡Qué poca imaginación, che!… que se rompió porque era de yeso o algo así. Qué va a pasar, ¿no, Dana? —Isabela se hizo cargo de la respuesta. 
—No era un cubano. Era un portorriqueño —dijo Dana. 
—¿Y cuándo fue? —la interrogó César con cierta sorna, y su mujer lo reprimió con un codazo débil seguido de una mirada hostil.
—Fue un día. No sé. Hace mucho. El día que me di cuenta de que este gordo seco y cansado nunca en la vida me iba a dar un hijo… y que no tuvo ni tiene huevos para decírmelo, para decirme que no, que no voy a ir con nadie a ningún recital. Me voy a vestir. 
Cuando terminó de hablar ya estaba de pie. Un enorme carguero pitó no tan lejos, en el canal al sur, casi en medio del río. Alguien sugirió volver. Vieron que en la costa ya habían encendido las luces. 
Tras dos minutos de lenta marcha el yate llegó al muelle, donde un hombre esperaba. Lourdes, Esteban e Isabela fueron los primeros en pisar las tablas. Mariano se apuró a descender la escala y una vez en el muelle extendió los brazos para atajar a su mujer. César dirigía desde la cubierta al hombre que manipulaba las amarras. Dana llevaba un vestido corto y escotado y blanco con grandes flores dibujadas a trazos en colores primarios y zapatillas de lona blancas. Cuando ella pisó firme Mariano le cedió el paso, se le puso a la par y la tomó de la cintura antes de emprender la caminata. Desde allí se veía el sendero iluminado en tierra. Una brisa débil traía el olor a césped recién mojado. Volvió a pitar fuerte el carguero en el canal, entonces Dana giró en dirección al río y con este movimiento se apartó de su marido. Él quedó sosteniendo el vacío con la misma mano y la observó alejarse medio paso hasta donde sus dedos no podían tocarla; ella levantó la vista hacia donde las luces altas de aquel barco del canal se hundían en la oscuridad repentina del cielo.