Ahí está, otra vez, parece enjaulada
entre las tacuaras. La luna la descubre antes que yo y destaca la piel oleosa
de sus hombros. Brilla. Es una estatua viva de limo y pirita. Si la llego a
tocar, mis dedos quedarían marcados en esa piel de fango terso. Sentiría el
barro vivo contraerse como la carne de una boa bajo mi mano. Pero yo quiero
tocarla mansa, quiero moldearla de nuevo en su propia forma. Negra. Acá estoy.
Quiero que me vea sin llamarla. Voy a esperar el cruce con sus ojos de corzuela
asustada. Huelo su pelo húmedo desde acá. Tiene el olor de los vapores hondos
de la selva. El olor mojado y frío que antecede la luz del sol, antes de los
primeros gritos de los pájaros. Y el olor caliente de la pulpa de los frutos
que los animales dejan fermentar. Veo sus labios agrietados en un claroscuro.
Los párpados abultados, una tensión entre las cejas. Intuyo las pupilas
dilatadas, perdidas en el iris negro de negra. Una mano a la altura de su
ombligo se sostiene de una caña tan gruesa como su tobillo. Le pierdo los ojos,
¿qué mirás, negra? Se pone en puntas de pie y arquea la espalda. ¿Quién viene,
negra? Deglute la oscuridad con los ojos. Apoya las plantas de los pies en el
suelo y festejo el movimiento súbito de la carne. Fue breve, exacto y rotundo,
como responde el cuero tenso de un tambor, como el sacudón de los músculos de
un caballo que se espanta los tábanos. Da un salto. Otro. Ahoga un grito. Dobla
las piernas y levanta un muslo con las manos. Lo suelta como si el peso
excesivo la sorprendiera. Sale al sendero y cae de rodillas. Me estiro y
alcanzo a ver el perfil de la caisaca todavía erguida. Palpo la pantorrilla:
tres mordidas que laten. La negra transpira veneno y se me contrae en los
brazos. ¿Cuántas veces te tuve así, negra? La expresión perdida de su cara no
me parece nueva. Oigo el cuerpo pesado de la serpiente que se aleja rápido,
aplastando las tacuaras muertas contra el suelo. La negra aprieta los párpados
ya globosos. Los beso. Intento cargarla, pero me clava las uñas en el brazo:
—Ya me ayuda a morir, patrón.
Se retuerce eléctrica. Riega la
tierra con sudor frío. Tiene la boca hinchada como si hubiese besado la ortiga.
Aclara lento y puedo distinguir el color rosa y joven de sus encías. Le
sostengo la cabeza, siento su cuerpo cada vez más blando. En lo alto, un trozo
de cielo limpio surge entre unas hojas con forma de manos monstruosamente
abiertas. En ese agujero de luz puedo ver la silueta de un pájaro que marca los
segundos con el movimiento pendular de la cola. Los ojos entrecerrados de la
negra se pierden en ese vaivén.