Lunes seis de la tarde. Juanca tiene
dispuestos verduras, un pedazo de carne, una tabla y paquetes con no sé qué
sobre la mesada.
—¿Qué hacés, Juanca?
—Juego al tenis, boludo.
Ya empezamos.
—Vos cocinando a esta hora —le digo
mientras dejo la botella de fernet que traje sobre la mesa.
—Estoy preparando el morfi para el rope,
flaco.
—No jodas con que ahora tenés un perro.
—Es de la loca de enfrente. Se fue de
viaje y me pidió que se lo cuidara. Me tira unos mangos, viste.
Ahora anda hasta la puerta que da al
patio, la abre y señala con los ojos. Veo en el fondo, contra la pared, un
perro negro y grande que está echado con las patas estiradas; parece que
duerme.
—¿Qué mierda es ese bicho, che?
—pregunto.
—Un perro.
—No te hagás el pelotudo.
—No me sale la raza. Es de esos que cada
tanto aparecen en el noticioso por matar a un pibe o mutilar gente.
—Rottweiler. Debe ser Rottweiler.
—Pocho.
—¿Pocho?
—Pocho, flaco. Le puso Pocho, por Perón.
Se pone a cortar una zanahoria en
rodajas finas. Yo saco la soda y un poco de hielo de la heladera.
—¿Y qué le vas a cocinar a Pocho? —pregunto mientras preparo los vasos.
—¿Y qué le vas a cocinar a Pocho? —pregunto mientras preparo los vasos.
—Pasa que vi en la tele una propaganda
de alimento para perros que decía que llevaba verduras, carne, pollo y
condimentos. Eso me gusta a mí también, así que lo hago en casa, viste.
—Y vos te creés todas las pelotudeces
que te dicen en las propagandas —me río.
—No entendés. Uno tiene la parte animal
igualita a la del perro. Vos sabés que el bicho morfa y está contento porque
vos después de morfar estás contento. Por eso estos de la propaganda te venden
que el perro come como uno y está feliz. Ves.
—Pero uno sabe que esos porotos inmundos
que comen los perros están preparados con cualquier porquería. Mirá si una
fábrica se va a poner a cortar la zanahoria para que un cuadrúpedo termine
comiendo pastillas como los astronautas.
—Ponele. Por eso yo hago la comida y de
paso morfo con Pocho. Vos andá a comer un pancho, pelotudo.
Tengo ganas de decirle que el Rottweiler
que está tirado en el patio ni en pedo se va a comer esa especie de guiso que
está preparando, pero mejor me callo.
—Es muy loco eso del morfi, flaco. Vos
fijate que uno podría vivir tranquilamente comiendo, no sé, verduras y frutas,
que además son baratas.
Deja el cuchillo, agarra el vaso y se toma un trago. Parece que ya empieza con la monserga.
Deja el cuchillo, agarra el vaso y se toma un trago. Parece que ya empieza con la monserga.
—Pero hay una industria grosa de toda
esa joda de la comida —sigue— que mueve mucha guita; involucra a mucha gente,
estudios y una monstruosa parafernalia. Si te ponés a pensar, todo eso para
llenar la panza y ponerte contento, viste, como cualquier bestia rastrera, como
Pocho, ponele.
—Todo para una supuesta necesidad
primaria.
—Todo para una supuesta necesidad
primaria, flaco. Eso mismo.
Mete las verduras trozadas en una
cacerola y se pone a cortar un pedazo de carne.
—A veces me pregunto para qué tanta
racionalidad, tanta inteligencia, si total todo es cuestión de comer algo y
tirarse a dormir, como hacen los monos.
—No, Jotacé. Tenemos la ciencia, la
tecnología y la poesía —me río.
—Y cojer, flaco. Vos no porque sos una
ameba, pero la gente coje, viste.
—El sexo también está intelectualizado,
che.
—Ponele. Y se mezclan los placeres
intelectuales, que por cultura llamamos logros, arte... qué sé yo, y los
placeres animales, que llamamos necesidades. La tecnología produce comodidad,
que es otra cuestión primaria.
—Salud.
—¿Qué? ¿Proponés un brindis, flaco?
¿Emputeciste?
—Que también produce salud, Juanca.
Mete los pedazos de carne en la
cacerola, agrega un poco de aceite, sal y una especie de caldo que tenía en un
jarrito. Ahora levanta el vaso con la derecha y me pone cara de contento.
—Feliz San Valentín —me dice.
—La puta que te parió.
Trae a la mesa una bolsa con maníes, se
sienta y se prepara un fernet.
—Che, ¿y qué onda la mina del perro? ¿Te
la garchaste?
—No, flaco. No sabés el drama que tuvo
esa mujer.
—Epa.
—Resulta que hace unos años se puso a
salir con un jipi, un borrachito desgarbado, viste, medio tullido, algo así como
vos.
—Ahá.
—Era un paz y amor de esos que dicen que
no les importan la guita ni el gobierno... un coso que paseaba perros por unos
mangos e iba y se compraba una birra. Y ella siempre fue de hacer sacrificios:
cuidó a la madre ahí mismo hasta que murió, pobre la vieja que el dorima la
dejó por un marinero... Una mina del laburo y de su casa, ponele.
—Y se juntó con el coso.
—Y se juntó con el coso ese, flaco, y
ahí se le complicó.
Abre una vaina y saca los maníes, que
deja sobre la mesa. Abre otra y repite la operación. Se toma un trago y
arranca.
—Hay que ver cómo es esto de las necesidades.
Como animales somos muy pretenciosos, y como seres racionales, muy pelotudos.
—La pelotudez es invención humana,
Juanca. Dejá de joder.
—Pero posta. Es como que nuestra
necesidad, la necesidad de las personas, ponele, pasa por elegir y por ser
reconocidos. Si lo ves así, parece una cuestión, no sé, espiritual o cultural,
viste. Uno se forja eligiendo porque elección es desplazamiento y representa
poder ser en un acto intelectual. Esto vendría a ser como para un caballo
decidir ir a tomar agua para saciarse, algo así.
—Psicológico, Juanca. Un acto
Psicológico.
Me pone cara de asesino. Se levanta y
abre la cacerola humeante. Prueba el contenido con una cuchara, se quema y
putea. Vuelve a sentarse y se come los maníes que había apilado.
—Al principio andaba bien con el jipi,
tanto que lo llevó a vivir a la casa.
—Con Pocho.
—No, flaco. Pocho vino después del jipi.
La mina empezó a incentivarlo para que cambiara un poco, para que hiciera algo
más. Le pagó un curso de algo de informática, esas huevadas de diseño...
—Como si fuera un hijo, ponele.
—O Pocho. Y al pibe este le vino bien,
parece.
Empiezo a prestar atención al olor a
comida; esto y el fernet me dan hambre.
—Yo creo que, por más que quieran, la
felicidad es una cuestión corporal que está en las células, en los órganos y en
los huesos como un mecanismo animal; lo demás es márquetin, psicología,
chamuyo. Cagate de risa —dice.
—O sea que para vos descubrir la cura
del cáncer, escribir poesía, comprarse un auto, ganar un campeonato de tenis,
criar hijos y enamorarse son eventos que no pueden hacer feliz a nadie, ¿no?
—Distracciones propias de animales sin
instinto obligados al amor y a la felicidad.
—Ah pero qué tipo jodido, che.
—Si no fuera así, la felicidad sería una
cuestión psicológica o cultural no propia del individuo sino de su entorno. Y
vos decime, cráneo, si no estuvimos de acuerdo en que Pocho, como un tiburón,
con la panza llena está contento.
Me pone nervioso este tipo. Igualmente
supongo que la felicidad, dada la naturaleza social humana, también es cosa del
entorno. Hago otro fernet y pretendo cambiar de tema.
—¿Y qué pasó con la de enfrente y su
coso jipi, che?
—Al pibe le empezó a ir bien. Parece que
encontró una forma de vida con eso de diseñar huevaditas con la computadora.
Dejó la birra y el paseo de perros. Digamos que descubrió una manera de
distraerse, viste, y encima le pagaban por eso.
—Trabajo, Juanca. Se llama trabajo.
—Cuando te dije que el chabón paseaba
perros no aclaraste lo mismo, flaco. La cosa es que andaba muy ocupado. La mina
se sintió un poco desplazada, viste.
—Un hombre responsable.
Se pone a revolver los cajones. Saca una
cuchara de madera larga y revuelve el contenido de la cacerola. Sigue el olor a
comida dándome hambre. Me pongo a pelar maní.
—Y no es muy difícil ver que el chabón
que ella se llevó a vivir a su casa no era el mismo que el que después andaba
ocupado con la maquinita —dice y se sienta a la mesa.
—Bueno, tampoco exageres, Juanca.
—Es la distracción. Vos fijate que
cuando el cuerpo necesita agua el cerebro suele interpretar que hay que tomar,
no sé, coca cola, ponele.
—¿Y eso qué poronga tiene que ver?
—Somos como cuerpos vacíos, maniquíes
hiperquinéticos que necesitan distraerse de su propio organismo. Somos aquello
en lo que creemos, como si no nos movieran los músculos, viste. A nadie define
cómo está ni cómo es, sino lo que hace. El pibe empezó a ver a la mina como a
una mísera empleada administrativa, mientras que él era un ser autónomo y
emprendedor, tres teléfonos tenía. No se puede ser feliz, actuar y pensar al
mismo tiempo, flaco.
—Y por eso los poetas dicen que el
dinero no hace la felicidad, ¿no cierto, Jotacé? ¿Ya sos jipi?
—Eso dicen los que no tienen un mango,
como si realmente fueran distintos a los millonarios. Creo que ya está la comida
de Pocho.
Va y apaga la hornalla. Se sirve otro
fernet y me vuelve a alzar el vaso en ademán de brindis.
—Cuando el pibe se le fue, la mina se
consiguió a Pocho. Muerto lo jipi se acabó la rabia.
Camino hasta la ventana para ver al
perro. Algo está mal: sigue en la misma posición.
—Che, cómo duerme ese animal —le digo.
—Debió estresarse un poco cuando lo
traje a casa. Pensá que para la mina es el hijo y para mí un bicho
zaparrastroso y mal llevado.
—¿Hace mucho que duerme?
—Desde el sábado a la noche. Hinchaba
las bolas y le di unas pastillas, flaco.
—Desde el sábado a la noche, ahá.
Abre la puerta y va hacia Pocho. Veo que
se detiene a mitad de camino y vuelve.
—Flaco, haceme un favor. Andá a fijarte
qué onda el rope mientras le sirvo un plato.
—Ni en pedo.
Estamos parados junto a la puerta
mirando el perro y surge un silencio feo entre nosotros.
—Desde el sábado a la noche —digo
bajito, nomás para mover el aire.
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