miércoles, 17 de septiembre de 2014

La piba de los gatitos



Justo antes de llegar a lo de Juanca pisé mierda de perro. Aunque fregué las zapatillas en la calle todavía huelo mal y estoy incómodo.
—Qué hacés, flaco —me saluda. Tiene un martillo en la mano.
—Me rompe las bolas la gente que hace cagar al perro en la calle. Pero bien, eh.
—Siempre con problemas vos. Hay olor a mierda.
—Boludo, pisé un sorete de perro.
—Con esa cara de yo no fui parecés los basureros y los bomberos que vienen a manguear cerca de fin de año, flaco. Pasá, dale.
Veo que tiene unas maderas y herramientas sobre la mesa. Miro bien y resulta que es una silla desarmada.
—¿Te dedicás a la carpintería?
—Más respeto. Es la silla de la bisabuela.
Mejor no le digo que es una porquería.
—Me da bronca que la gente ande llenando de mierda la calle con sus perros, che. Qué hijos de puta.
—Igual fijate que vos podés ser un pelotudo por andar pisando. Capaz que si era una billetera con guita no la veías. Pasame la cola.
Arma lo que parece ser media silla y con una prensa la dispone para que trabaje el pegamento.
—Lo que cagamos va al Río de la Plata —me dice—. Yo que vos lo pensaría, no sea cosa de que tengas la culpa de que el río esté podrido y tengas que cagar en una palangana. Traé el fernet, la soda, los vasos y el hielo.
Preparo los tragos (hay olor a mierda).
—Igual está mal que pongan a cagar los perros en la calle —insisto.
—Si te ponés a pensar en todo lo que está mal, te volvés loco. El mundo está mal, por eso hay locura, viste. No se puede pensar en muchas cosas, sobre todo si tenés razón.
—Yo digo que la gente que tiene perros se tiene que dar cuenta de que es un asco que las veredas estén llenas de mierda, Juanca. No es tan rebuscado.
—Flaco, el mundo está torcido para que no se pueda pensar en todo lo que se hace mal. Tené ahí. —Me da un cuadrado de madera y cuando lo sostengo le mete un tornillo en un vértice. Ya me veo venir una de sus peroratas, y todo por un anónimo con un perro.
—Hace muchos años pasó lo de una piba que encontró unos gatitos en la calle, flaco. Fue un caso muy conocido en el barrio.
—¿Y eso a qué viene?
—Resulta que a alguien le dio por tirar en una bolsa, vivos, unos gatitos de días, entendés. Clarita, de doce años, se encontró el paquete en la calle: una bolsa cerrada con gatitos. Alguno estaba vivo y lo llevó a su casa.
—Ahá.
—Lo tenía en la pieza sin que los padres se enteraran, viste, pero igual el gatito cagó fuego, una tragedia.
—Me imagino. Los pibes se encariñan con los gatitos.
—Eso mismo. Pensá que en esa época no había Féisbuc ni Tuíter para andar lloriqueando, planear cadenas de oración o invasiones incendiarias entre muchos, viste. Un gato era un gato.
—Digamos.
—La cosa es que esta piba quedó traumatizada. Por mucho tiempo oyó llorar gatitos en sueños. Salía a cualquier hora de la noche para fijarse si alguien había abandonado gatitos por ahí. Capaz que volvía después del amanecer. Los padres se preocuparon, viste.
—Che, ¿ya puedo soltar esto? —lo interrumpo.
—Sí, gomazo. Quedó a escuadra, mirá. —Da un trago como contento.
—Decías de la piba...
—Vos pensá que la piba, todavía compungida por lo de los gatitos, empezó a desconfiar de la gente, de la sensibilidad de la gente o algo así. La mandaron a hacer terapia. Viste que los psicólogos están para arreglar lo que no tiene arreglo y nunca terminan... Parece que le hicieron la cabeza con toda esa cosa de que la realidad es una invención propia, ponele, que ella se veía afectada por algo que no estaba en los gatitos sino en sí misma, y que eso era lo que la angustiaba, que había que buscar eso en su interior... muy loco todo, ¿no?
—Y... algo de cierto debe haber ahí, Juanca.
—Pero ponele que no es descabellado angustiarse por una situación similar. Onda que uno ve sufrimiento, va y ayuda como puede. No hay que ser muy lúcido para verlo así, flaco.
—Claro, pero tampoco te vas a angustiar de tal manera que te afecte demasiado y oigas fantasmitas a la noche, eh.
—No sé. El que anduvo llorando por haber pisado mierda sos vos.
—Ah, no. No jodas. Yo no tiro mierda en la calle. Que vayan y caguen en las veredas sería lo mismo. Son unos hijos de puta que les importa un carajo la sociedad.
Ahora se queda callado. Agarra una de las patas de la silla y se pone a limarla con una escofina.
—Una cosa de locos la coherencia, flaco. Cuando uno descubre que tiene razón en algo y que el resto hace lo contrario o vive como al margen de esa razón, puede quedarse en el molde o intentar que los demás le den bola. Fijate el coso que se encaprichó con que la Tierra gira alrededor del Sol. Vos pensá que, de última, a quién carajo le importaba cómo se movía la tierra en esa época cuando ni había satélites para largar internet. Pero el coso pretendía enseñar a la sociedad. Lo mismo pasa ahora con otra gente, no sé, los veganos, ponele.
—¿Veganos? ¿Esos afeminados que comen pasto? No jodas.
Me mira con cara de asesino y agarra el martillo, mete un palo en el agujero de una de las patas y golpea. Veo la cara de asesino, el martillo en la mano.
—Poné fernet ahí, dale —me da el vaso.
—Pero es muy fácil pensar que los perros no tienen que cagar en la calle, Juanca. No vengas con la teoría heliocéntrica y los maricas esos.
—Yo me refiero a cuando uno tiene razón. Lo que dicen los veganos es indiscutible igualito que lo que decís vos con esa cara de boludo y oliendo a mierda.
Le alcanzo el vaso. Mete la otra punta del palo en el agujero de la otra pata.
—Andá a la calle y degollá al primer perro que veas. Enseguida te muelen a palazos y te comés un juicio por psicopático, flaco.
—¿Y eso qué carajos tiene que ver?
—Los veganos dicen que está mal matar animales, y peor tenerlos en las condiciones en que los tienen hasta degollarlos por la sencilla razón de que a uno no le gustaría que le hagan lo mismo. Ese argumento no admite discusión, y yo quiero que alguien vaya a un matadero de vacas o a un tambo a ver qué dice. Entonces los veganos no solo saben que tienen razón sino que además suponen que quienes comen carne son, somos, unos psicópatas porque no nos importa, o unos ignorantes que pensamos que los chanchos y los pollos mueren contentos de viejos y que después los comemos. Algo así debe haber pensado de la gente la piba esta después de ver que alguien había descartado gatitos vivos en una bolsa de basura y que la afectada era ella. Y algo parecido pensás vos del dueño del perro.
—Ay sí, no jodas. Los animales también matan para comer y hacen sufrir a otros.
—Ah pero qué bien. A veces creo que vos deberías trabajar en la NASA o en Gugl. O sea que sos un animal, y entonces la próxima vez que comas un churrasco tenés que matar tu vaca como lo haría cualquier animal, ¿no?
—Me refiero a que matar es una cuestión natural.
—Mirá, yo no voy a discutir pelotudeces, y menos que menos cuando la gente se horroriza de que un coreano se coma un perro o llama a los bomberos para que bajen un gatito pelotudo del tejado. Quedate con que los veganos tienen razón; no hablan de matar sino del proceso completo. Nosotros hablamos de tener razón. La convivencia parece basarse en la indiferencia, y la indiferencia está lejos de la razón; y cuanto más ves, el riesgo que corrés de enfermarte de la cabeza es mayor, a no ser que cultives la indiferencia. Entonces el tipo que deja cagar al perro en la calle es indiferente a que un boludo pise mierda, vos sos indiferente a los veganos y al holocausto de chanchos en cautiverio, y así. Y todo esto gracias a la tecnología.
—¡La tecnología...! ¿Qué tiene que ver la tecnología ahora, Juanca?
—La tecnología no admite obstáculos, es impertérrita y amoral; nadie la discute. A una máquina le da lo mismo si le metés un fierro, un árbol, una vaca o un cristiano. Nos vale el producto terminado. La máquina, un conjunto complejo y autónomo, procesa y chau. Una fábrica, un colegio, un hospital, un matadero, un campo de concentración... son sistemas cuyo funcionamiento obedece a una organización técnica, esa que nos representa como especie y que es la misma con la que concebimos un lavarropas o el sistema solar, ponele.
Ahora pone en el piso el esqueleto de la silla más o menos armado. Agarra con otra prensa el otro lateral. Me parece que le quedó como el culo.
—Pensá que en una época las sillas las hacía la gente, flaco. Con las manos, che. Qué rápido va todo.
—Eso porque no había televisión —me río.
—La televisión, ah sí. Hacen hablar a los gatos, los ratones, las vacas y demás alimañas para idiotizar a los niños —agarra unas tablas que parecen ser la base de la silla que tiene ahí medio chueca.
—A todo esto, ¿qué pasó con la pibita esa?
—Complicado, flaco —apoya las tablas sobre el cuadrado que vendría a ser el asiento—. Yo no sé si es sano para una cultura servirse de matanzas de animales y hacerse amiga de otros animales al mismo tiempo. Pasame esos clavitos de ahí.
Le alcanzo un frasco lleno de clavos. Elige algunos y los deja en el piso. Agarra el martillo.
—Ah, ya sé. Se hizo vegana, ¿no? —le digo.
—Hace unos años ya que está presa.
Acabo de escupir el fernet. Nunca algo normal puede contar. Sostiene un clavo entre los labios mientras martilla como si yo no existiera, como si la conversación hubiese terminado.
—Está presa. Ahá. Mirá vos. Ojalá te vomite una embarazada, Juanca.
—Se dice que mi bisabuela vino en barco desde España sentada en esta silla. Andá a saber cuántas iguales se habrá producido en serie en esa época. Pero esta es la del culo de mi bisabuela.
Ahora se sienta a la mesa y se pone a contemplar el vaso.
—Qué loco lo de la piba, ¿no? —le digo.
—Prostitución. Le dio por regentear un cabarulo; traían pendejas engañadas de Paraguay. La trata. Viste —dice.
—Jodeme.
—Los chicos crecen, flaco. Viste cómo es. La humanidad te regala lenguaje y culpa, todo lo demás te lo vende.


No hay comentarios:

Publicar un comentario